jueves, 25 de febrero de 2016

Los imbéciles de Umberto Eco



  La muerte de Umberto Eco me ha sorprendido precisamente cuando afrontaba la lectura de los primeros capítulos de su novela “Número cero”, un latigazo contra los abusos del mal periodismo. Pero reconozco que después del regusto que me dejó “El nombre de la rosa” y “El péndulo de Foucault”,  su último libro era candidato a ese pequeño fracaso que supone siempre el abandono temprano de una lectura, como una especie de aborto intelectual en el que nunca llegaremos a saber si la impresión de la lectura hacia el final del libro mejoraría las dudosas sensaciones del principio.
Voy a hacer el esfuerzo de terminarlo, aunque en mi biblioteca no escasean estas lecturas fracasadas, donde la expectativa sucumbe ante la dura realidad que se abre camino entre las páginas; descansan junto al resto de libros, sin señal externa alguna  que identifique su estigma. Solo yo conozco secretamente que son como fetos en formol en la estantería de un laboratorio. Esto me ha pasado otras veces con autores veteranos, como si las musas que acompañaron su trayectoria llegaran exangües y derrotadas a la última entrega. O al menos a mí me lo parece. Pero es algo que hay que descubrir, porque muy pocos escritores dicen de su libro que es el peor de su carrera, como hizo Julio Cortázar con “Libro de Manuel”.

     Pero quería referirme aquí a la opinión manifestada por Umberto Eco, también al final de su trayectoria, sobre Internet y las redes sociales.
¿Se trata de convicciones de alguien desubicado de un tiempo que no es el suyo, o por el contrario implican una lucidez solo al alcance de quien ha hecho de la información una filosofía? Veamos primero lo que dice: “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.
     Reconozco que hay ocasiones en las que no puedo estar más de acuerdo con Eco después de leer alguna “perla” en las redes. Pero también pienso que es conveniente la democratización y el derecho a expresarse de todo el mundo, incluidos los imbéciles. Suele ocurrir que el del bar del pueblo más o menos sabe que es idiota, pero es el pequeño secreto de su reducido círculo.
Por el contrario el que se prodiga en las redes y busca con denuedo cientos de amigos y seguidores por donde dispersar hasta el infinito sus insensateces, no es en absoluto consciente del efecto causado, de otra forma no se explica que tan ciegamente consiga que todo el mundo sepa de su idiotez. Es como si al socaire de los teclados cibernéticos uno se creyera sumergido en alguna pócima mitológica que lo esconde de su propia y autodestructiva majadería. El lamento de Umberto Eco no me parece del todo estéril, pues en esta nueva era por fin sabemos quién es imbécil. Se les ve de lejos y se pueden tomar precauciones.

jueves, 18 de febrero de 2016

Política gestual



     La dimisión de Esperanza Aguirre de sus cargos directivos en el Partido Popular es  “rara avis” dentro de la política española, donde el apego a los sillones hace que se prefiera ser cesado indignamente a marcharse con vergüenza torera. Ella misma ha dicho que hacen falta gestos. Es decir, que su propio gesto es un aviso a navegantes que bogan en naves de la misma flota.
     En realidad creo que también sobran muchos gestos, porque en demasiadas ocasiones se están convirtiendo en pobres sucedáneos de lo que debería ser un verdadero debate, que está ausente por la rigidez de los posicionamientos y la incapacidad manifiesta de abandonar posturas maximalistas.
Últimamente se han desempolvado los “pactos de la Moncloa” para argumentar la necesidad de dialogar constructivamente en pos del bien común y el interés general; pero estamos a años luz de la altura intelectual que demostraron aquellos políticos de la transición. Sobró el gesto de Rajoy en sus comparecencias virtuales a través de pantallas de plasma. Era como decir “estoy pero no estoy”. Cu-cu, tras-tras. Sobró el gesto Pedro Sánchez y su dedo acusador insinuando (o afirmando) que Rajoy no era decente para ser presidente del gobierno; Sánchez, líder novel y tambaleante, necesitaba reafirmarse ante un sector de su propio partido haciéndose el duro aun a costa de cargarse unas relaciones absolutamente necesarias entre dos formaciones que tienen la llave de la gobernabilidad. Mensajes. Sobró el niño de teta en el Congreso.
Sobró el gesto de Mariano Rajoy abrochándose displicentemente el botón de la chaqueta con expresión altanera y despreciativa mientras ignoraba la mano tendida de Sánchez. Gestos. Rajoy necesitaba enviar otro mensaje a otro sector de su partido. Y hablando de mensajes, creo que también sobraron los de “sé fuerte” y más recientemente “te entiendo”. Sobran los gestos de Podemos compareciendo colectiva y presuntuosamente como “gobierno” a pesar de ser solo tercera fuerza política; también es un aviso escenificado a navegantes, esos electores perdidos en los mares encrespados de una política que ha extraviado definitivamente la brújula de la sensatez. Y sobra, en definitiva, esa concatenación de monólogos aislados, que en modo alguno es conversación.
     Los gestos  son algo característico de aquellos que  no pueden usar el preciado don de la palabra. Estamos, pues,  ante unos verdaderos mudos funcionales que han perdido la habilidad del diálogo y que con su actuación gestual pretenden que los ciudadanos vayamos mas allá de su propia escenificación, interpretando o anticipando lo que nadie quiere, sabe o se atreve a decir.
La política, de esta guisa, se está convirtiendo en una especie de arte adivinatorio donde los representantes de los ciudadanos no se expresan con argumentaciones inteligibles, sino que usan el lenguaje cifrado de la teatralización (eso que ha dado en llamarse “postureo”), como si fueran mimos de barraca actuando ante un auditorio que trata vanamente de captar en sus muecas impostadas alguna secreta intencionalidad. Ya dijo Truman Capote que debido a la escasez de personas inteligentes también son escasas las buenas conversaciones.

jueves, 11 de febrero de 2016

Crear en madurez





     Voy a darme prisa en escribir alguna novela antes de jubilarme, ahora les diré por qué. A los 65 años un peón de albañil ya debe andar con mucha precaución para subirse a un andamio. No digamos otras profesiones donde el esfuerzo físico y las condiciones de trabajo incluso impiden llegar en activo a esa edad, como los mineros. Por el contrario, en ocupaciones intelectuales se está en plena madurez creativa y en muchos casos las mejores obrar escritas, musicales o artísticas están todavía por llegar...
…Si lo permite la Seguridad Social. La reforma de las pensiones estipuló hace un par de años que es incompatible ser pensionista con ser creador cuando los ingresos por esta actividad superen el salario mínimo; en caso contrario, uno debe renunciar a su pensión. ¿Qué están haciendo los escritores y artistas en esta situación? Pues sencillamente dejar de crear: la pensión (muy frecuentemente en torno a 800 euros) es segura, mientras que la publicación de un libro o la venta de cuadros solo a unos cuantos garantiza un sustento estable en el tiempo. Otros intentan repartir las ganancias de una novela en tres  años para no pasarse, e incluso los hay que deciden cobrar en botellas de vino. Si la cultura y la ciencia en España ya estaban hechas unos zorros con una investigación mendicante y  lo del IVA cultural, calibremos este fenómeno. Por miedo a perder su pensión ya hay autores que renuncian a escribir o a dar conferencias, a pesar de encontrarse en plenitud intelectual. Curiosamente, con esta medida, las arcas de Hacienda verán mermados los ingresos de esos extinguidos derechos de autor, con lo cual se comprende menos este verdadero atentado a la cultura.


   La creación es algo consustancial con las cualidades humanas, y es inconcebible que la fecha de nacimiento coarte las ansias de seguir vivo, disfrutando y compartiendo la creatividad y las emociones con nuestros congéneres. Salvo que se haga gratis, claro. Intentar salvar el déficit ante Bruselas con un afán recaudatorio que se plasma en el acoso a septuagenarios a los que se priva de su pensión, que contribuyen a engrandecer el acervo cultural del país, es una mezquindad solo explicable por el perfil bajísimo de los dirigentes de los ministerios de Hacienda, Cultura y Empleo, máxime cuando acaudalados pensionistas de otros sectores sí pueden seguir percibiendo sus beneficios empresariales y dividendos sin límite desde su sillón de orejas. Esto no pasa en otros sitios: Spain is different.

    Abraham Maslow, el autor de “El hombre autorrealizado” decía que en realidad, las personas autorrealizadas, las que han llegado a un alto nivel de madurez y autosatisfacción, tienen tanto que enseñarnos que, a veces, casi parecen pertenecer a una especie diferente de seres humanos. Si este gran psicólogo humanista viviera en la España de hoy, conocería  una mutación genética en forma de una  huidiza especie de humanos que esconde su talento y nos priva del esplendor de su entendimiento en respuesta a estímulos amenazantes del medio ambiente.

viernes, 5 de febrero de 2016

Café huérfano






    Si estoy solo, no puedo tomar un café sin leer el periódico. Eso de dar vueltas y vueltas lentamente con la cucharilla -aunque el azúcar esté totalmente disuelto- como algo que ocurre al margen, con la mirada puesta en los titulares de la primera página es un ritual indisociable, y no tendría sentido una acción sin la otra. Los primeros y cortos sorbos (porque me gusta que esté muy caliente, así el café dura más y es más “leído”) coinciden con esa inicial prospección globalizadora donde ya se van haciendo selecciones hoja a hoja, pues mi lectura es de ida y vuelta, como quien afronta un tema de estudio en un ámbito académico. Los churros ya son el complemento perfecto de la lectura reposada y placentera del contenido más sustancioso, como un premio que  concedo al paladar al mismo tiempo que saboreo la información.


     Era jueves. Aquella mañana entré en la cafetería, y antes de pedir el café mis ojos ya estaban prestos y avizores a la búsqueda de un periódico: no había ninguno en aquella recóndita esquina de la barra donde suelen reposar, manoseados y descolocados, incluso con gotas de café y manchas de mantequilla, como máculas vejatorias que denotan lecturas precipitadas y chapuceras. Eché un vistazo a las mesas. En una de ellas había un señor ya entrado en años que leía el diario parsimoniosamente, hasta los anuncios por palabras, moviendo los labios en secreta letanía. Descartado; los jubilados a veces cambian el parque por la cafetería, con la misma vocación de tediosa eternidad. Y en el otro córner un caballero de mediana edad con chaqueta y corbata leía el HOY mientras sorbía el café en una liturgia parecida a la mía. Pasaba las hojas con rapidez. Bien.
Contemplé un instante la contraportada del As, sin rastro de celulitis, y pedí un café, de momento huérfano, mientras dirigía subrepticias miradas a aquel individuo, pues he comprobado que a veces esa impúdica insistencia hace desistir al oponente de lecturas reposadas. Él también reparó en mi presencia y, al pasar una hoja, noté que su mirada no era vacía ni distraída, sino más bien escrutadora, como si examinara mis rasgos faciales. Desplazaba la vista hacia el periódico y volvía a levantarla dirigiéndola a mí, sin recato. Calculé la página que leía: muy posiblemente era la sección de opinión. “Ya está” –pensé- “me ha reconocido”. Maquinalmente me froté y ladeé la cara como queriendo esconder aquella evidencia incómoda, como ese protagonista de cine acusado de asesinato que sale en las portadas. Por el rabillo del ojo vi como seguía enfrascado en la lectura ¡estaba leyendo mi columna!
En un momento dado concluyó ostentosamente, cerró el periódico y colocó sus hojas; y a él me dirigí, sonriente, tal vez me haría un benévolo comentario mientras me entregaba el HOY. Pero el tío dobló ahora las últimas hojas, sacó un bolígrafo ¡y se dispuso a hacer el crucigrama! Aquello era una venganza. Y supe que no le gustó mi artículo.