miércoles, 22 de marzo de 2023

La cartilla

Ochenta y seis mil doscientas cuarenta y tres pesetas. Así, escrito a bolígrafo, rezaba el saldo de la cartilla de la Caja Postal, aquella con un escudo de España preconstitucional. La cartilla, en lugar de un extracto permanente de nuestra cuenta, era más bien un diario manuscrito con aquellas anotaciones (en rojo los reintegros, en negro los ingresos), y un verdadero cuaderno de viajes, pues en cada operación estaba el sello de tinta de la oficina y localidad donde se operó. La cartilla se guardaba celosamente en el cajón del aparador, junto a la baraja de cartas y las facturas de la luz, y se miraba, bien con deleite al comprobar cómo iban aumentando los ahorros, o bien con desazón si el último saldo inscrito auguraba penurias económicas. En el mejor de los casos con la cartilla había otra de plazo fijo atada con una goma, y era un placer ver las anotaciones de los intereses en la “corriente”. A veces incluso había allí libretas de distintas entidades, de diferentes colores y tamaños, como pasaportes de un agente secreto, para nuestras actividades pecuniarias.


   El ahorro siempre tuvo un componente manipulativo, desde aquellas huchas infantiles de hojalata donde un pajarraco prendía en su pico la moneda depositada para llevarla al interior accionando una manivela. De niños canjeábamos en la Caja de Ahorros las propinas y aguinaldos por unos sellos que pegábamos en un álbum, ávidos de rellenar la hoja que nos garantizaba después el asiento correspondiente en nuestra libreta de ahorros. Era una afición paralela a la filatelia, pero con resultados económicos palpables.

   Ahora, a las generaciones que crecieron con este concepto corpóreo del ahorro se les quiere también despojar de uno de los principales instrumentos bancarios que conocieron en su vida: su cartilla.
Cada vez son más las pegas que ponen las entidades financieras para que el cliente goce de este soporte, cobrando comisiones disuasorias por su uso, es decir, penalizando económicamente una de las mayores vías de relación con el banco de ese castigado y nada despreciable segmento de clientes para los que la digitalización no podrá ya ser asumida como algo cotidiano. Con ello, la brecha digital de estos colectivos, a quienes ya se obliga a comunicarse telemáticamente con Hacienda o la Seguridad Social, aumentará aún más en el aspecto financiero. Muchos de ellos ya han visto cómo en su pueblo cerraba la sucursal bancaria; dentro de poco se sentirán todavía más desnudos sin su cartilla de ahorros.

    Todos sabemos que los tiempos evolucionan, tal vez ahora con mayor rapidez que en el pasado. Pero ¿no les da la impresión de que los estamentos sociales que preconizan e implantan esos avances se están olvidando precisamente de quienes nos han llevado a ellos? Nada de lo que ahora disfrutamos sería posible sin el trabajo de los que nos han precedido en el tiempo, y es tremendamente injusto el olvido y el ninguneo al que están continuamente sometidos. Es ya difícil que hagan un bizum a sus nietos. Pero solo son mayores, no idiotas.