martes, 30 de noviembre de 2010

Mercados

El primer mercado del que tengo consciencia estaba adosado a la muralla almohade de Cáceres, y en su acceso desde la Parte Antigua estaban atados los burros que venían de los pueblos cercanos con sus mercancías. Tengo tatuado en la corteza cerebral el olor subido del pescado no muy fresco que allí se exponía, a juzgar por los ojos suplicantes de las pescadillas, casi todas con esas cataratas delatoras de un largo viaje desde el mar. En la Feria de Mayo, y desde una privilegiada azotea de la Casa de las Veletas, se dominaba por completo el  Rodeo, literalmente ennegrecido por los miles de animales que participaban en el mercado de ganado, celebrado desde la Edad Media. Los tratantes y chalanes, muchos de ellos de raza calé, acicalaban las reses y caballerías para que presentaran el mejor aspecto posible al comprador. De otros mercados típicos y antiguos tengo recuerdos vagos, como el de Figueira da Foz, con aquel vocerío ininteligible.
    La llegada de los “autoservicios” y “grandes superficies” eliminó gran parte de los mercados tradicionales y tiendas de ultramarinos,  con ese mercadeo desaborido, vulgar y anodino de echar artículos en un carrito. La salsa del intercambio en la compra-venta se perdió; sin poder ya regatear, sin voces ni olores, con suelos brillantes y cajeras hieráticas y uniformadas, nos convertimos en zombis inexpresivos, consumidores planos con dinero de plástico. Y se dejó de hablar mucho tiempo de los mercados hasta hace justamente unos meses por mor de la manida crisis. Gracias a esa virtualidad empalagosa de la que están hechos los tiempos modernos, el suelo resbaladizo de los mercados de antaño ha sido sustituido por los parqués bursátiles y las pescadillas atrasadas, por las igualmente podridas deudas soberanas. Los mercados ya no son de barrio sino globales y los gobernantes aderezan como pueden las maltrechas cuentas públicas como aquellos gitanos que intentaban mantener enhiestas las orejas de un burro pasado de años. Ahora somos todos nosotros como los semovientes del Rodeo, convertidos en enormes manadas con cara de cifra, llamadas población activa o pasiva. La referencia no es ya el carnicero de la esquina, que mataba todos los días, sino el bono alemán, que también mata las perspectivas de los inversores. Los mercados de hoy en día son como temibles monstruos invisibles convertidos en jueces de quienes se espera con temor su opinión y veredicto. De ellos se dice que se alborotan y se calman, que aprietan o que se vuelven locos. Nadie sabe quién mueve los hilos de estos engendros intangibles, pero resulta grotesco contemplar a toda la clase dirigente cómo bailotean al son de “los mercados”, como auténticas marionetas de Maese Villarejo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

La confesión de un ecologista

En Almendralejo  mi padre me compró una pareja de ratas blancas de laboratorio, como mascotas sustitutas de aquel malogrado pato del mercadillo teñido de rosa que finalmente sucumbió, fatigado y ahíto del hábitat hostil que yo le imponía (era incluso perfumado con Barón Dandy). La presencia de mis ratas trajo una marcada división de sentimientos; llenó de gozo mi maltrecho ánimo tras la muerte del pato, pero también alteró la pacífica convivencia doméstica, enemistándome con la población femenina de la casa, pues ante la visión de las inofensivas  ratitas dio muestras de esos accesos histéricos de pánico innato que años después volví a encontrar en la universidad al estudiar las neurosis fóbicas. Los lugares de disfrute de mis ratas fueron siendo prohibidos sucesivamente: ya no podían retozar por el filo del aparador ni deambular escrutadoras por el cristal de la mesa camilla. Reposaban sobre mi hombro con la agazapada prudencia de un equilibrista octogenario y yo me creía uno de esos piratas de pata de palo, con el loro de vacaciones. La llegada de una camada de diez o doce desvalidos  ratoncitos es una de esas evocaciones imperecederas que todos atesoramos en algún rincón de la corteza cerebral. Sin embargo, supuso la expulsión drástica de los roedores, ya con carnet de familia numerosa, a quienes hube de buscar acomodo en el desván.
      Supongo que la libertad de aquella amplia estancia hizo aflorar en las ratas sus adormecidos genes salvajes y huidizos, pues bastaron un par de generaciones para perder su antigua mansedumbre de laboratorio. La creciente población de roedores se manifestaba a grito limpio cada vez que la doméstica iba al desván a tender la ropa. Aquello tenía que terminar, y recibí un serio ultimátum. Debería haber ya más de cien ratones, que aparecían y desaparecían como una exhalación entre los trastos y recovecos de su universo postizo, sin posibilidad alguna de captura. Descarté el matarratas por parecerme contrario a la convención de Ginebra. Y el cepo usado con sus parientes pobres de pueblo me parecía un insulto para su blanca alcurnia. Morirían en combate, y una a una. Así, la escopeta pajarera tuvo un nuevo uso insospechado. Durante varios días, en las tardes que pasé apostado y triste tras unas cajas, fueron cayendo las pobres ratas despanzurradas como en una siniestra caseta de feria. También este episodio mortífero se encuentra alojado en el oscuro almacén de mis desmanes juveniles, como un pasado nazi que ni siquiera la militancia adulta en organizaciones ecologistas ha conseguido borrar por completo.

martes, 23 de noviembre de 2010

La productividad de los funcionarios

   Al final va a ser verdad  que  los funcionaros  tienen la culpa de la crisis y por eso son necesarias nuevas medidas para hacerles expiar ese inmarcesible pecado original que les salpica desde su nombramiento. El nuevo bautismo salvador, según anunció el ministro Chaves, consiste en ligar la productividad a su salario (o a lo que de él queda después de bajárselo una media del 5%).
     Podemos deducir que con esta iniciativa se pretende aumentar la eficiencia en el sector público, conseguir una mayor motivación en el personal y crear un colectivo verdaderamente implicado profesionalmente en su carrera. Esto es muy bonito sobre el papel, pero nunca se detalla cómo se llega a eso a través de la valoración de la productividad. Para empezar ¿alguien quiere definir operativamente en qué consiste la productividad de un funcionario? Porque tiene que ser algo evaluable y mensurable. ¿El policía que más multas tramita? ¿El médico que más consultas pasa? En la Administración existen sectores muy dispares, algunos de los cuales son susceptibles de gestionarse con modelos de empresa privada y otros muchos no: a un inspector de Hacienda se le puede retribuir adicionalmente en función de sus expedientes exitosos, cuyos resultados tangibles revierten directamente en las arcas públicas, ¿pero un maestro? ¿Y un bombero? Yo les voy a decir qué se esconde detrás de este globo-sonda: algo parecido a lo que ya ha anunciado David Cameron en Inglaterra, es decir, la reducción drástica de los gastos de explotación con la eliminación de puestos de trabajo en la Administración teóricamente prescindibles, pues los funcionarios “productivos” se encargarían de hacerlos innecesarios. Los horarios se “flexibilizarán” para trabajar 11 horas en lugar de 7. ¿Y qué funcionario sería entonces más productivo, a falta de otros criterios objetivos para determinarlo? Pues el que mejor le caiga al encargado de evaluarlo; ahora el peloteo, al fin, ya estaría convenientemente pagado.  Algunas consecuencias de aplicar la dirección por objetivos en la Función Pública, que es hacia donde se encaminan estas reformas serían, en ciertos casos, la existencia de altos responsables convertidos en mercenarios de la retribución variable presionando a jefes y jefecillos -con bonus y mini-bonus-, que a su vez explotan a los miembros de sus negociados con la promesa de unas migajas. Tendremos así unidades administrativas estresadas y faltas de personal, pero, eso sí, más “rentables” ¿y desde cuándo un servicio público tiene que ser rentable por narices? Y a todo esto ¿dónde quedaría el administrado, el ciudadano, todos nosotros? Pues en una atención precaria y deshumanizada con menos empleados públicos, los cuales estarán más preocupados por sus incentivos personales que por prestar un servicio de calidad a la sociedad de la que emanan.  Y al final seguro que se echan cuentas y es verdad que así disminuye el déficit público. Pero ¿a costa de qué?

domingo, 21 de noviembre de 2010

La Jutarta

     Con vaguedad recuerdo haber oído nombrar esta palabra a mis abuelos, en esas conversaciones acaloradas que solían tener cuando existía poco acuerdo en los asuntos domésticos. La Jutarta, como el Cholrrillo, era de esas expresiones que un niño escucha pero desecha maquinalmente para quedarse con  frases y enunciados más entendibles, como intentamos hacer al oír una lengua extranjera. Después, durante  largos años, la Jutarta se extinguió definitivamente del repertorio audible una vez desaparecidos sus mentores por ley de vida, como si se hubieran llevado al más allá los secretos que compartieron en su prolongada existencia, y nos dejaron la misión inquietante de descubrir algún día toda la verdad sobre aquel desconocido concepto.
     Y la ocasión ha llegado gozosamente el pasado fin de semana. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo salvando decenios de olvido para situarnos, incrédulos, en el mismo corazón de la Jutarta, en una épica búsqueda propia de Isaac Asimov y con el uso de las herramientas que el progreso ha puesto en nuestras manos: Internet y GPS. Como exploradores llegados del futuro, hemos comprobado que por la Jutarta, hoy día con una vegetación exuberante que esconde una pequeña alberca, pasa un arroyuelo que beneficia el crecimiento de aromáticas higueras y granados altos y frondosos. Las centenarias chumberas se atrincheran en espera del invierno pensando en las flores que aseguren un estío pródigo en sus frutos dulces y espinosos. Allí la presencia humana es inédita desde hace décadas. Sólo los pájaros son hoy dueños de la Jutarta, anidando en la corona de sus acebuches mientras ofrecen un concierto de trinos y gorjeos. Los caminos que conducían antaño a este olvidado huerto han desaparecido entre vegetación invasiva, zarzas y tapias derruidas, como si se pretendiera  deliberadamente borrar los accesos a un lugar que ya no tiene razón de ser. Cuántas veces iría mansamente la Penca (la burra del abuelo) a la Jutarta sin que nadie le indicara el trayecto. Cuántas horas se emplearían en “guañal” aquella hierba, en “poar” las higueras, en  apañar las aceitunas… En todos los pueblos extremeños hay Jutartas delatoras que denuncian desde la ultratumba de unos modos de vida fenecidos la injusticia del abandono y la incuria. La vida de los pueblos, la de trillos y jocis, de burros y zachos, languidece penosamente en el hogar del pensionista mientras las Jutartas desaparecen para dormir un incierto sueño de orfandad y desamparo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Gran Café

   Paulo Coelho dijo en cierta ocasión que cuando vemos siempre a las mismas personas terminamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas.  Y esas personas pueden estar en el autobús compartiendo trayecto o, sencillamente, tomando café a nuestra misma hora. La historia del Gran Café es un compendio de miles de episodios personales que tuvieron lugar durante más de un cuarto de siglo  bajo la decoración clásica de este entrañable establecimiento cacereño, que ha cerrado sus puertas la semana pasada. Los motivos no nos interesan (asuntos de dinero, supongo). El devenir sociológico de una ciudad puede estudiarse desde muchos puntos de vista, y las cafeterías, como puntos estratégicos de encuentro social, deben ocupar un lugar preeminente como generadoras de datos inestimables. Cuántas anécdotas, cuántas confesiones, cuántos proyectos se habrán intercambiado a lo largo del tiempo en el recoleto espacio humeante donde es protagonista una taza de café. El Gran Café subsistía heroicamente a los cambios de diseño hosteleros siendo heredero de unos estilos fenecidos que se llevó el tiempo y las prisas, como ya le ocurriera al Café Toledo, el Avenida o el Jámec. La tertulia en las tardes de invierno todavía tenía cabida en el Gran Café, como una usanza decimonónica expulsada de las costumbres al uso y transmutada en el tiempo como por excepción, que buscaba anhelante un espacio físico para perpetuarse; y aquí lo encontró. El cierre del Gran Café se ha llevado, entre otras muchas cosas, el recuerdo de mis padres en su última etapa, siempre en la misma mesa, compartiendo silencios prolongados y esas confidencias archisabidas, pero que encuentran un motivo feliz de originalidad cuando se emiten en un lugar público, con un café y unas pastas como acompañantes.
       “Gran Café” podría ser el título de una película de Juan Antonio Bardem, como lo fue “Calle Mayor” con sus protagonistas y actores secundarios, con sus historias de amor y odio. Allí muchos descubríamos la realidad cada mañana en ese placentero encuentro con el periódico que acaba de dejar el cliente de al lado, y pasar las hojas con la frívola combinación que supone hacer coincidir las guerras, accidentes  y muertes con un churro mojado en la taza. El Gran Café -sin televisión y con limpiabotas- fue un oasis postrero a salvo de estridencias y decibelios, con unos camareros uniformados y afables que rezumaban profesionalidad y que contribuían a crear en el cliente esa placida sensación de haber llegado a un lugar como Dios manda. Su cierre incrementará el cada vez más pesado bagaje de orfandades del que está hecha la existencia. Aquellas medias raciones de migas del Gran Café tienden ya a color sepia y buscan acomodo entre las cosas extinguidas, junto a las tiendas de ultramarinos con olor a pimentón y los viajes en auto-stop.

martes, 9 de noviembre de 2010

Mi amigo saharahui


     En 1972 la vida en España fluía con la inercia cansina y crecientemente retardada de un movimiento giratorio ya añejo, impelido hace tiempo; y las cosas se sucedían igual que siempre, por mucho que flotara en los ambientes intelectualoides la certeza de que pronto algún obstáculo podría interponerse, cambiando la trayectoria de esa evolución hasta entonces predecible con un impulso nuevo y desconocido. Pero eran todavía años que yo califico de “tardo-sesenta”. La O.J.E. seguía organizando sus campamentos veraniegos pre-militares  usando los mismos símbolos y consignas de hacía treinta años, desde los primeros “años triunfales”. Era mi primera temporada de arquero, recién abandonada la condición iniciática de flecha. El campamento reunía aquel verano en torno a los pinares y espléndidos arenales de Mazagón un turno formado por acampados extremeños, onubenses y saharahuis que confería al conjunto un inquietante sabor exótico con sonido de timbales al atardecer y visiones de chilabas, extrañas escrituras de derecha a izquierda y un color de piel que no alcanzábamos ningún verano por muchas pistas de rastreo que hiciéramos  a la intemperie. Todos éramos españoles porque la unidad patria incluía aquella remota provincia abrasada por la tenacidad del sol del desierto. En efecto, aquellos chavales morenos hablaban español, contaban chistes verdes como nosotros y juntos entonábamos el  “prietas las filas” al finalizar el fuego de campamento. Me hice amigo de Ahmed –comerciante nato- de enormes ojos negros, que me vendió una insignia dorada con un camello sobre una media luna con la inscripción “Sahara”, que todavía conservo. Ahmed trepaba a los pinos con asombrosa facilidad para vender por unas pesetas las piñas repletas de sabrosísimos piñones a los compañeros peninsulares más pudientes económicamente.
     Muchas veces me he acordado de Ahmed, una de las primeras amistades efímeras de las que está llena la vida para aportar a la existencia esa placentera insatisfacción tan extraña y tan cierta de cosas no concluidas pero con poso saludable. Y me acuerdo también de aquel patriotismo de mantequilla, engañoso, que solo buscaba fosfatos en el subsuelo de Bu-Cra. Me acordé de él tan solo tres años después imaginando a nuestros legionarios de pelo en pecho montando con su cabra engalanada en los aviones de regreso a la península mientras Marruecos y Mauritania se repartían el territorio del Sahara Occidental. Me acordé de la gran amistad del hermano Hassán II, a quien Franco invitaba a cazar en los montes del Pardo, una amistad perseverante y paciente hasta el lecho de muerte del amigo, pues aprovechó su agonía para apropiarse de lo ajeno. Muchas veces he pensado en  Ahmed, tal vez en otros campamentos sobre una arena muy parecida a las amarillas playas de Huelva: los campamentos de Tinduf, al norte de Argelia. Mi amigo saharahui con mucha probabilidad cambió su uniforme de la O.J.E. por otro de combate para luchar contra el invasor marroquí desde el Frente Polisaro y defender así su verdadera patria, hecha de tradición nómada y lealtad al territorio, no de banderas y canciones de mentira. ¿Qué sería de él? Porque treinta y cinco años de refugiado son muchos. Puede que Ahmed haya tenido la fortuna de ser uno de los cinco mil titulados superiores que hay entre los refugiados, gracias a las ayudas internacionales. Es posible que haya contribuido a erradicar milagrosamente el analfabetismo en su población o que cure a los enfermos por las dairas y wilayas del desierto. Hasta es posible que todavía estuviera esta semana en Gdaim Izik protestando pacíficamente hasta que su tienda fue incendiada por los esbirros de Mohamed VI. A decir verdad, también me lo he imaginado envuelto en un sudario blanco tumbado de costado y mirando a La Meca con las cuencas vacías y huérfanas de aquellos ojos negros bajo las arenas calientes del Sahara, al sur del río Dra, mientras sus hijos siguen esperando el referéndum.
   Si me encontrara algún día con él, no sabría qué decirle. Lo propio sería recordar los buenos tiempos cuando los dos éramos españoles, pero creo que me daría vergüenza. 

    

lunes, 8 de noviembre de 2010

Educación, sanidad y crisis.

      No cabe duda de que la universalización de servicios básicos al conjunto de la sociedad, como son la educación y la sanidad, ha sido una de las mayores conquistas sociales de las últimas décadas, ya que han posibilitado el afianzamiento de una convivencia avanzada y establecido los pilares de lo que dio en llamarse “estado del bienestar”. Evidentemente, los recursos que deben destinarse al mantenimiento de esos sistemas, si se quiere que además de universales sean de calidad, tienen que ser elevados; pero la manida crisis económica que nos oprime y que amenaza con no remitir en los plazos que considerábamos razonables al comienzo de la misma, está poniendo en  peligro la continuidad de esos logros sociales, que muchos consideramos irrenunciables.
    Están surgiendo por ahí salvadores del mundo disfrazados de gurús de la economía que ponen seriamente en cuestión la viabilidad del sistema logrado. Recientemente el presidente Guillermo Fernández Vara en su blog se hacía eco de las palabras de Robert Lucas (Nobel de economía en 1995), para quien –refiriéndose a España- es un error que la educación y la sanidad sean igual para todos, pues esto “resta motivación para trabajar duro”. Es decir, el que más pague tiene más derechos que el más desfavorecido económicamente, que nunca podrá igualarle; esto nos lleva directamente a retroceder hasta planteamientos decimonónicos. Habría que ver el contexto general en el que se enmarca este aserto, pero en todo caso lo cierto es que desde distintos ámbitos (y no solo teóricos sino también políticos)  se pone en cuestión este trato igualitario, aprovechando como poderosa excusa la difícil situación  económica. Las preguntas serían: ¿la austeridad y el recorte también deben afectar a estos servicios públicos básicos como a cualquier otro sector, como por ejemplo las infraestructuras?  Y dos ¿se debe dar la posibilidad de obtener mejores servicios sociales al que más pueda pagar?
     La inercia de la austeridad y la reducción del déficit está tentando a los gestores públicos a usar la tijera donde más se gasta, y esta tendencia ya está afectando, aun sin cambiar el modelo, a dichos sistemas, incluso en nuestra comunidad: alumnos que no reciben clases por la retención de contratos de profesores, incremento del ratio de alumnos por aula, etc., según denuncian varios sindicatos del sector educativo. Más preguntas: ¿se puede ahorrar sin merma de la calidad? ¿Qué sería entonces lo realmente superfluo? Volvemos a lo mismo: no basta con haber logrado que estos servicios lleguen a todo el mundo si no va a existir esa calidad. De lo contrario es mejor jugar a otra cosa, que es lo que proponen algunos, pues el deterioro en la prestación de estos servicios públicos justificaría la existencia de una sanidad y educación para ricos y una educación y sanidad para pobres e inmigrantes. El viejo debate vuelve a estar servido.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El canuto


    Alguien dijo que la pandilla debía reunirse urgentemente. Cuando las calles eran surcadas por caravanas vociferantes que lanzaban al aire cientos de octavillas electorales (¡algunas hasta con la hoz y el martillo!), no bastaba ya con seguir organizando cansinamente un único guateque en Nochevieja. Los tiempos dictaban que había que ir abandonando las canciones de la OJE y probar nuevas experiencias distintas a comer pipas e intentar ligar  a la salida del cine. Hacía falta algo más arriesgado y subversivo, como cuando, años atrás, cantábamos las canciones de Víctor Jara al ver aparecer a los “grises”, probando su fortaleza en la carrera. Nos habían traído de Madrid una “china”, que inspeccionábamos con respeto comprobando su textura; en efecto, aquello parecía chocolate como el de la merienda, pero con un aroma penetrante y desconocido que, ya en frío, presagiaba sensaciones novedosas. Anochecía. Buscamos un lugar alejado de las zonas habitadas, donde podrían delatarnos peligrosamente los efluvios de nuestro delito. Así, las sombras de las palmeras del Parque del Príncipe fueron etéreas compañeras de una conspiración iniciática de inciertas consecuencias. El más experto procedió a calentar con un mechero el costo y a desmenuzarlo mezclándolo con el contenido de un Marlboro, después tomó un papel desprendido de un librillo y comenzó a liar el pitillo, menester que me era familiar por haber visto, de niño, hacerlo a mi abuelo. Con una boquilla de cartón, el porro tenía un aspecto formidable, como en las películas del Astoria, ya solo faltaba consumirlo en círculo, y como indios celebrando un armisticio fue pasando el canuto de boca en boca. Aquel humo era abrasadoramente dulzón y cada calada tenía el efecto en las neuronas de dos “pistolas” o al menos a mí me lo parecía.
   Jamás olvidaré el regreso tras consumar en su totalidad aquella fechoría. En la oscuridad, mis pies fluían frenéticos por la espesura sin lograr dar alcance a los que me precedían, cuando en realidad iban a paso de tortuga tambaleante. Los sonidos tendían a prolongarse y cualquier sombra adquiría esencia corpórea, de la que era preciso huir. Ya como “colegas” nos disgregamos en silencio al llegar a las primeras luces. Con aquel incómodo muermo encima conseguí llegar a casa, donde el espejo me devolvió una imagen que se me antojó de delincuente. Engullí medio tubo de Profidén , para que no me notaran el aliento y dije que no cenaba. ¿Qué te pasa en los ojos? Nada –contesté- la discoteca tenía mucho humo. Este fue mi efímero periplo por el mundo de la droga.   Espero que los lectores más puritanos de este blog sepan disculpar este desliz de juventud.