domingo, 21 de noviembre de 2010

La Jutarta

     Con vaguedad recuerdo haber oído nombrar esta palabra a mis abuelos, en esas conversaciones acaloradas que solían tener cuando existía poco acuerdo en los asuntos domésticos. La Jutarta, como el Cholrrillo, era de esas expresiones que un niño escucha pero desecha maquinalmente para quedarse con  frases y enunciados más entendibles, como intentamos hacer al oír una lengua extranjera. Después, durante  largos años, la Jutarta se extinguió definitivamente del repertorio audible una vez desaparecidos sus mentores por ley de vida, como si se hubieran llevado al más allá los secretos que compartieron en su prolongada existencia, y nos dejaron la misión inquietante de descubrir algún día toda la verdad sobre aquel desconocido concepto.
     Y la ocasión ha llegado gozosamente el pasado fin de semana. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo salvando decenios de olvido para situarnos, incrédulos, en el mismo corazón de la Jutarta, en una épica búsqueda propia de Isaac Asimov y con el uso de las herramientas que el progreso ha puesto en nuestras manos: Internet y GPS. Como exploradores llegados del futuro, hemos comprobado que por la Jutarta, hoy día con una vegetación exuberante que esconde una pequeña alberca, pasa un arroyuelo que beneficia el crecimiento de aromáticas higueras y granados altos y frondosos. Las centenarias chumberas se atrincheran en espera del invierno pensando en las flores que aseguren un estío pródigo en sus frutos dulces y espinosos. Allí la presencia humana es inédita desde hace décadas. Sólo los pájaros son hoy dueños de la Jutarta, anidando en la corona de sus acebuches mientras ofrecen un concierto de trinos y gorjeos. Los caminos que conducían antaño a este olvidado huerto han desaparecido entre vegetación invasiva, zarzas y tapias derruidas, como si se pretendiera  deliberadamente borrar los accesos a un lugar que ya no tiene razón de ser. Cuántas veces iría mansamente la Penca (la burra del abuelo) a la Jutarta sin que nadie le indicara el trayecto. Cuántas horas se emplearían en “guañal” aquella hierba, en “poar” las higueras, en  apañar las aceitunas… En todos los pueblos extremeños hay Jutartas delatoras que denuncian desde la ultratumba de unos modos de vida fenecidos la injusticia del abandono y la incuria. La vida de los pueblos, la de trillos y jocis, de burros y zachos, languidece penosamente en el hogar del pensionista mientras las Jutartas desaparecen para dormir un incierto sueño de orfandad y desamparo.

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