martes, 9 de noviembre de 2010

Mi amigo saharahui


     En 1972 la vida en España fluía con la inercia cansina y crecientemente retardada de un movimiento giratorio ya añejo, impelido hace tiempo; y las cosas se sucedían igual que siempre, por mucho que flotara en los ambientes intelectualoides la certeza de que pronto algún obstáculo podría interponerse, cambiando la trayectoria de esa evolución hasta entonces predecible con un impulso nuevo y desconocido. Pero eran todavía años que yo califico de “tardo-sesenta”. La O.J.E. seguía organizando sus campamentos veraniegos pre-militares  usando los mismos símbolos y consignas de hacía treinta años, desde los primeros “años triunfales”. Era mi primera temporada de arquero, recién abandonada la condición iniciática de flecha. El campamento reunía aquel verano en torno a los pinares y espléndidos arenales de Mazagón un turno formado por acampados extremeños, onubenses y saharahuis que confería al conjunto un inquietante sabor exótico con sonido de timbales al atardecer y visiones de chilabas, extrañas escrituras de derecha a izquierda y un color de piel que no alcanzábamos ningún verano por muchas pistas de rastreo que hiciéramos  a la intemperie. Todos éramos españoles porque la unidad patria incluía aquella remota provincia abrasada por la tenacidad del sol del desierto. En efecto, aquellos chavales morenos hablaban español, contaban chistes verdes como nosotros y juntos entonábamos el  “prietas las filas” al finalizar el fuego de campamento. Me hice amigo de Ahmed –comerciante nato- de enormes ojos negros, que me vendió una insignia dorada con un camello sobre una media luna con la inscripción “Sahara”, que todavía conservo. Ahmed trepaba a los pinos con asombrosa facilidad para vender por unas pesetas las piñas repletas de sabrosísimos piñones a los compañeros peninsulares más pudientes económicamente.
     Muchas veces me he acordado de Ahmed, una de las primeras amistades efímeras de las que está llena la vida para aportar a la existencia esa placentera insatisfacción tan extraña y tan cierta de cosas no concluidas pero con poso saludable. Y me acuerdo también de aquel patriotismo de mantequilla, engañoso, que solo buscaba fosfatos en el subsuelo de Bu-Cra. Me acordé de él tan solo tres años después imaginando a nuestros legionarios de pelo en pecho montando con su cabra engalanada en los aviones de regreso a la península mientras Marruecos y Mauritania se repartían el territorio del Sahara Occidental. Me acordé de la gran amistad del hermano Hassán II, a quien Franco invitaba a cazar en los montes del Pardo, una amistad perseverante y paciente hasta el lecho de muerte del amigo, pues aprovechó su agonía para apropiarse de lo ajeno. Muchas veces he pensado en  Ahmed, tal vez en otros campamentos sobre una arena muy parecida a las amarillas playas de Huelva: los campamentos de Tinduf, al norte de Argelia. Mi amigo saharahui con mucha probabilidad cambió su uniforme de la O.J.E. por otro de combate para luchar contra el invasor marroquí desde el Frente Polisaro y defender así su verdadera patria, hecha de tradición nómada y lealtad al territorio, no de banderas y canciones de mentira. ¿Qué sería de él? Porque treinta y cinco años de refugiado son muchos. Puede que Ahmed haya tenido la fortuna de ser uno de los cinco mil titulados superiores que hay entre los refugiados, gracias a las ayudas internacionales. Es posible que haya contribuido a erradicar milagrosamente el analfabetismo en su población o que cure a los enfermos por las dairas y wilayas del desierto. Hasta es posible que todavía estuviera esta semana en Gdaim Izik protestando pacíficamente hasta que su tienda fue incendiada por los esbirros de Mohamed VI. A decir verdad, también me lo he imaginado envuelto en un sudario blanco tumbado de costado y mirando a La Meca con las cuencas vacías y huérfanas de aquellos ojos negros bajo las arenas calientes del Sahara, al sur del río Dra, mientras sus hijos siguen esperando el referéndum.
   Si me encontrara algún día con él, no sabría qué decirle. Lo propio sería recordar los buenos tiempos cuando los dos éramos españoles, pero creo que me daría vergüenza. 

    

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