Alguien dijo que la pandilla debía reunirse urgentemente. Cuando las calles eran surcadas por caravanas vociferantes que lanzaban al aire cientos de octavillas electorales (¡algunas hasta con la hoz y el martillo!), no bastaba ya con seguir organizando cansinamente un único guateque en Nochevieja. Los tiempos dictaban que había que ir abandonando las canciones de la OJE y probar nuevas experiencias distintas a comer pipas e intentar ligar a la salida del cine. Hacía falta algo más arriesgado y subversivo, como cuando, años atrás, cantábamos las canciones de Víctor Jara al ver aparecer a los “grises”, probando su fortaleza en la carrera. Nos habían traído de Madrid una “china”, que inspeccionábamos con respeto comprobando su textura; en efecto, aquello parecía chocolate como el de la merienda, pero con un aroma penetrante y desconocido que, ya en frío, presagiaba sensaciones novedosas. Anochecía. Buscamos un lugar alejado de las zonas habitadas, donde podrían delatarnos peligrosamente los efluvios de nuestro delito. Así, las sombras de las palmeras del Parque del Príncipe fueron etéreas compañeras de una conspiración iniciática de inciertas consecuencias. El más experto procedió a calentar con un mechero el costo y a desmenuzarlo mezclándolo con el contenido de un Marlboro, después tomó un papel desprendido de un librillo y comenzó a liar el pitillo, menester que me era familiar por haber visto, de niño, hacerlo a mi abuelo. Con una boquilla de cartón, el porro tenía un aspecto formidable, como en las películas del Astoria, ya solo faltaba consumirlo en círculo, y como indios celebrando un armisticio fue pasando el canuto de boca en boca. Aquel humo era abrasadoramente dulzón y cada calada tenía el efecto en las neuronas de dos “pistolas” o al menos a mí me lo parecía.
Jamás olvidaré el regreso tras consumar en su totalidad aquella fechoría. En la oscuridad, mis pies fluían frenéticos por la espesura sin lograr dar alcance a los que me precedían, cuando en realidad iban a paso de tortuga tambaleante. Los sonidos tendían a prolongarse y cualquier sombra adquiría esencia corpórea, de la que era preciso huir. Ya como “colegas” nos disgregamos en silencio al llegar a las primeras luces. Con aquel incómodo muermo encima conseguí llegar a casa, donde el espejo me devolvió una imagen que se me antojó de delincuente. Engullí medio tubo de Profidén , para que no me notaran el aliento y dije que no cenaba. ¿Qué te pasa en los ojos? Nada –contesté- la discoteca tenía mucho humo. Este fue mi efímero periplo por el mundo de la droga. Espero que los lectores más puritanos de este blog sepan disculpar este desliz de juventud.
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