viernes, 17 de diciembre de 2021

Pastores mancos

 

Ayer paseé de noche por la parte antigua de Cáceres, ya libre de los bullicios del pasado puente, y exiliada de estridencias y luces navideñas. La neblina de diciembre, esa que humedece el rostro sin pedir permiso, formaba un halo azulado alrededor de los faroles en las esquinas, que vagamente recordaba haber visto mucho tiempo atrás, cuando viví allí. En algún lugar ululó una lechuza, también como entonces. La puerta de la iglesia de San Mateo se encontraba abierta, ventilando la misa de ocho de la apocalíptica plaga que nos invade, y recordé aquellas interminables misas del gallo, todavía con regusto a mazapán, donde el cura decía misa de espaldas luciendo la coronilla pelada. Mis pasos sobre el empedrado pavimento de la plazuela, no sé por qué, me encaminaron por la calle de la Manga hasta el antiguo parvulario de Cristo Rey. Cerré los ojos ante la puerta y quise percibir el amoroso beso de mi madre y la insufrible angustia que me producía su marcha, aunque la madre Esperanza se afanara bondadosa por atraerme a su regazo.

    La primera infancia es esa época en donde los acontecimientos se suceden a cámara súper lenta, donde los eventos tardan una eternidad en producirse y en la que el calendario se convierte en una exasperante rémora para la  sucesión de los días. ¿Cuándo vienen los Reyes Magos? Por algo diría Ana María Matute que la infancia es más larga que la vida.

     Este año voy a poner un nacimiento. Un belén de aquellos con pozo y castillo de Herodes, con lumbre de pastores y huerto de lentejas, con  montañas de corcho y río de oropel  para disfrute de cierto rapazuelo que ya recorre los pasillos de casa con sus carreras y parloteos, como hicimos nosotros en la prehistoria de nuestra existencia. Pero no será un belén cualquiera. De un polvoriento desván he rescatado cajas desvaídas de cartón con figuras de barro envueltas en trozos de papel ya amarillento del “ABC” o del “Dígame”. ¡La lavandera del sombrero! ¡Los centinelas del castillo! ¡Las ovejas de patas de alambre! Y, cómo no, los pastores que se fueron quedando mancos con el tiempo,  en esos accidentados trasiegos anuales perdidos entre pequeños amasijos de paja.


Con los miembros amputados de los  pastores se perdieron ilusiones y anhelos tiernos. Aquel eterno  discurrir de la niñez cierto día se topó con un final abrupto donde se quebró algo más que los brazos de los pastores: emergieron, como hidras advenedizas, todas las mentiras y falsedades, las envidias y zancadillas que llenaron los intersticios fantásticos que dejó la infancia;  y la adultez con su cohorte áspera de truculencias tomó el relevo, esa permuta frustrante con difícil marcha atrás. Pero no es un regreso imposible. No he comprado figuras nuevas; con barro para modelar estoy enfrascado en la tarea de recomponer los brazos de los pastores y las alas de los ángeles. Con ello trato de retornar a la época mágica donde todo estaba entero, aunque sea proyectada platónicamente a través de los ojos limpios de un pequeño nieto.

jueves, 9 de diciembre de 2021

De ratas a cotorras

 

   Tendría yo unos 12 años. Mi padre me compró una pareja de ratas blancas de laboratorio, como mascotas sustitutas de aquel malogrado pato del mercadillo, fallecido de repente. La presencia de mis ratas trajo una marcada división de sentimientos; llenó de gozo mi maltrecho ánimo tras la muerte del pato, pero alteró la pacífica convivencia doméstica, enemistándome con la población femenina de la casa, pues ante la visión de las inofensivas  ratitas dio muestras de esos accesos histéricos de pánico innato que años después volví a encontrar en la universidad al estudiar las neurosis fóbicas. Los lugares de disfrute de mis ratas fueron siendo prohibidos sucesivamente: ya no podían retozar por el filo del aparador ni deambular escrutadoras por el cristal de la mesa camilla. Reposaban expectantes sobre mi hombro con la agazapada prudencia de un equilibrista octogenario. La llegada de una camada de doce desvalidos  ratoncitos es una de esas evocaciones imperecederas que todos atesoramos en algún rincón de la corteza cerebral. Sin embargo, supuso la expulsión drástica de los roedores, ya con carné de familia numerosa, a quienes hube de buscar acomodo en el desván.

      La libertad de aquella amplia estancia hizo aflorar en las ratas sus adormecidos genes salvajes y huidizos, pues bastaron un par de generaciones más para perder su antigua mansedumbre de laboratorio. La creciente población de roedores se manifestaba a grito limpio cada vez que la doméstica iba al desván a tender la ropa. Aquello tenía que terminar, y recibí un serio ultimátum. Debería haber ya más de cien ratones, que aparecían y desaparecían como una exhalación entre los trastos y recovecos de su universo postizo, sin posibilidad alguna de captura. Descarté el matarratas por parecerme contrario a la convención de Ginebra. Y el cepo usado con sus parientes pobres de pueblo me parecía un insulto para su blanca alcurnia. Morirían en combate, y una a una. Así, la escopeta pajarera tuvo un nuevo uso insospechado. Durante varias jornadas, en las tardes que pasé apostado tras unas cajas, fueron cayendo las pobres ratas despanzurradas como en una siniestra caseta de feria.


    Este episodio mortífero se encuentra alojado en el oscuro almacén de mis desmanes juveniles, como un pasado nazi que vanamente he tratado de borrar a lo largo de la vida militando en organizaciones ecologistas. Así estaban las cosas hasta que medio siglo después he visto cómo unos encapuchados con escopeta en ristre, con esa sosegada impunidad que otorga el beneplácito oficial, disparaban a diestro y siniestro matando cientos de cotorras argentinas en un parque de Madrid. De forma traumática se ha derrumbado en mi interior aquel antiguo y persistente sentimiento de culpa, pues  ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde, como dijo Stefan Zweig. Ahora son ya hombres adultos mandados por un alcalde y a plena luz del día quienes ejecutan sumariamente a cotorras sin culpa de su superpoblación, como les pasaba a mis ratas. Y este inadmisible blanqueo del crimen  ha desorientado por completo el encaje de mi secreto pecado de terrorista arrepentido.