viernes, 31 de diciembre de 2010

Hasta siempre, CNN Plus


     Hace tres días hablaba en este espacio de que las noticias reales tendían a superar a las inocentadas, y este fenómeno ha sido causa del abandono de esta tradición. Muchos creyeron el 28 de diciembre que la sustitución en el canal de TDT que ocupaba CNN+ por “Gran Hermano 24horas” de Tele5 era una inocentada. Pero la realidad supera una vez más al más ingenioso intento de hacernos sonreír. Y en este caso no es precisamente una sonrisa la que se nos ha quedado en la cara, sino una mueca incrédula que delata nuestro estupor ante el alto  grado de emputecimiento al que está llegando nuestra sociedad. Por fin teníamos un canal televisivo que podíamos sintonizar sin miedo a sesgos informativos, un espacio de análisis de la actualidad con los mejores expertos. En él encontramos amplia cobertura profesional a cualquier tema informativo durante todo el día sin tener que esperar a boletines o telediarios al uso; recuerdo ahora aquella larga tarde ante el televisor el 11M dedicadas a informar y no a adelantar conjeturas sobre la autoría que después se demostraron falsas, como hicieron otras cadenas.
     Que un medio informativo de estas características sea ruinoso económicamente, y que otro que se dedica a explotar el morbo, el sensacionalismo y el escándalo consiga unas audiencias inalcanzables no es que sea un síntoma preocupante: es el certificado fehaciente de un cáncer social para el que tampoco se conoce antídoto. Que masas ingentes de televidentes renuncien a estar informados y persigan anhelantemente la ocasión de ver algún culo es el reflejo exacto de un estrepitoso fracaso. Esos incómodos fracasos imposibles de mitigar porque no se puede echar la culpa a alguien específico. Esos desagradables fracasos que nunca son del todo ajenos y en los que siempre tenemos algo que ver. Cabría esperar de una sociedad avanzada espacios informativos cada vez mayores para la crítica, el saber o la cultura. Pero hemos de dudar de ese avance ante el éxito final de la telemierda. Todo esto está pasando, lo estás viendo. Hasta siempre, CNN +

martes, 28 de diciembre de 2010

La inocentada del siglo


    
     De un tiempo a esta parte, observo, se ha perdido casi por completo la costumbre de insertar alguna inocentada en los periódicos, abandonándose una tradición que marcaba el calendario tal día como hoy. Creo que la razón es sencilla: las noticias de verdad cada vez se iban pareciendo más a las rebuscadas bromas de antaño, con lo cual se perdió el efecto pretendido. O si no, lean: “la OCDE considera insuficiente la edad de 67 años para la jubilación en España, que debía ser al menos de 70 años para garantizar el sistema a medio plazo”. O bien: "el recibo de la luz subirá un 10% el próximo año mientras la renta per cápita se reduce un 5%".
   La cruda y real verdad es que hemos venido padeciendo una inocentada permanente desde hace algunos lustros, como si el cómputo del tiempo estuviera guiado por extraños calendarios donde todos los días eran 28 de diciembre. El llamado “estado del bienestar” ha sido la inocentada del siglo; un artificio cruel que ha necesitado más de una generación para caer en el desengaño, donde hemos saboreado efímeras mieles antes de sustentarnos solo con las hieles desnudas de la realidad. La opción de los gobiernos occidentales de prometer beneficios futuros a cambio de  votos presentes ha dado resultado solo durante cierto tiempo, mientras parecía sostenerse, en efecto, una sociedad idílica con sus necesidades presentes y futuras cubiertas; el tiempo necesario para que comenzaran a llegar a sus máximos sostenibles los sistemas inflados artificialmente al amparo de lo irreal. Y, claro, con los pinchazos en cadena de todo tipo de burbujas hemos vuelto traumáticamente a esa realidad latente y temida que ahora empezamos a padecer. Se comenzó por la burbuja tecnológica que hundió el Nasdaq como preludio del crack del sistema financiero internacional en el que estamos inmersos, con algunas otras explosiones colaterales, como la inmobiliaria en España. El fin del engaño se llama ahora “reformas estructurales”. Con legiones de parados y pobres, comienzan a hacer “puf” todos los demás sistemas que atendían los enormes gastos sociales generados porque no hay ya ingresos para sostenerlos, como las pensiones futuras. Los funcionarios serán menos y con menos salario. Trabajaremos más tiempo, cobraremos menos jubilación; los universitarios volverán a ser quienes eran antes: los ricos (en Reino Unido ya han triplicado las tasas académicas, y por el mismo camino va Italia). Los parados se quedan sin prórroga. La sanidad y otros servicios entrarán en un proceso irreversible de privatización (ya hemos empezado por los aeropuertos). Y futuros gobernantes adelantan ya, como si tal cosa, que sus medidas “no le gustarán a nadie”. Países como Grecia, que engañaron en las cuentas para entrar en la élite, ven retroceder ahora treinta años sus logros sociales para no ahogarse en el lodo de la bancarrota… Me gustaba coger un periódico el 28 de diciembre cuando decía que la torre de Pisa se había caído. Asocio aquella sonrisa benévola a tiempos crédulos y apacibles.
    

viernes, 24 de diciembre de 2010

Evocación navideña

    El infante ascendía por la cuesta empedrada dando grandes zancadas y balanceando la cabeza acompasadamente para ayudar a llevar en una mano la pesada cartera de cuero, ya ajado y ennegrecido por ser heredada de su hermano mayor. La otra mano igualmente entumecida por el frío descansaba en el bolsillo, aprietando la canica de barro que casualmente allí encontró. No era una disposición de los miembros muy apropiada para el avance y, además, al doblar la esquina de la Casa del Sol fue azotado inmisericordemente por el viento gélido y potente de diciembre que siempre se enseñoreaba en esta época de la plazuela; pero impertérrito, el niño continuó su marcha entrecerrando los ojos y agachando la cabeza para, inclinándose hacia delante, adoptar una posición más aerodinámica en la que tan solo las orejas sembradas de sabañones se constituían en potente estorbo para aquel menester. El familiar rebato de las campanas de San Mateo, cuyos peculiares sones permanecían en el ambiente unos instantes, como suspendidos hasta la siguiente campanada, saludaron ya en el alto la visión de las acacias que guardaban su casa, adonde llegó al fin cruzando el portalón permanentemente oscuro. Había sido el ultimo día de clase antes de las vacaciones navideñas: clases de monotonía cantarina, recreos de “pase misí” y desayunos a deshoras con la última leche en polvo americana. Parvulario de calzonas eternas con retratos de Juan XXIII en los pasillos. Visiones impactantes en los grabados de Historia Sagrada y glorias imperiales. Misas interminables en latín que el cura –con coronilla- mascullaba de espaldas.
     Dejó la cartera en cualquier sitio. Y se acomodó con fruición en la camilla de la cocina al amparo meloso del brasero de picón, ahora pujante y agresivo porque alguien había echado una “firma” con la badila. Su pijama se calentaba en la alambrera. Genial. ¿Qué preocupaciones pueden permitirse y conseguir perturbar la mente de un niño? Ninguna. Al día siguiente saboreó bajo las mantas la placentera prórroga de sueño que supone no levantarse a la hora habitual, con  éxtasis añadido en el duermevela. Vagamente llegaba a la alcoba  la musiquilla del primer diario hablado de Radio Nacional de España; después, el inconfundible soniquete de los niños del colegio de San Ildefonso al cantar los números. No cabía ninguna duda de que era Navidad. Con sabañones y sin televisión, pero Navidad. Y había que hacer el belén, poner el corcho y el musgo de todos los años, buscar el pozo, las ovejas y el pastor manco, la lavandera y el Niño Jesús que nunca aparecía entre la paja que protegía las figuras. Buscaría en el desván la pandereta e intentaría portarse muy bien, porque los Reyes estaban de camino y el triciclo de madera, ya roto.
   Hoy he vuelto a escuchar, cuarenta y cinco años después, las mismas campanas de San Mateo. El viento suena exactamente igual. Me he sorprendido a mí mismo entrecerrando los ojos, pero ya no están las acacias junto al portalón, y aquel niño debe estar muy escondido en algún recóndito lugar de la corteza cerebral. Sin embargo, todos los años le brindo la oportunidad de salir y de infundir una pequeña dosis de ilusión y de inocencia, por aquello de las preocupaciones. El sabor del mazapán me transporta en el tiempo como una máquina de Isaac Asimov. Inténtenlo también ustedes. Y Feliz Navidad.

martes, 21 de diciembre de 2010

Ni oficio ni beneficio

     Pasaron definitivamente los años dorados en los que una de las preguntas más socorridas para afrontar un intento de ligue en la discoteca o a la salida del cine era aquel trillado: ¿estudias o trabajas? Y dependiendo de la respuesta, uno podía acomodar el curso de la conversación hacia los derroteros adecuados, pues todos, invariablemente, estudiábamos o trabajábamos. Se daba por hecho que, a falta de recursos o dotes intelectuales suficientes para continuar en el sistema educativo, buscarse pronto las habichuelas era una prioridad ineludible. Crecimos en aquella convicción inquebrantable y recuerdo ahora infinidad de amigos o conocidos de ambos sexos que, una vez fuera de las aulas, eran desde muy jóvenes aprendices, recaderos, dependientas o chachas. No es este el mejor espacio para hacer un  análisis sociológico exhaustivo de por qué se ha producido una reversión tan drástica en la realidad juvenil de nuestro país. Varios datos estadísticos publicados recientemente deben hacernos reflexionar seriamente. Por un lado, las cifras del informe PISA para los países de la OCDE nos sitúan en los últimos lugares en el ranking que evalúa el índice de fracaso escolar. Consecuencia de lo anterior es un  dramático 35% de abandono educativo, que a su vez se traduce en un 15% de jóvenes sin trabajo ni estudios: más de 750.000 personas de 18 a 34 años, que teóricamente deberían engrosar las filas de un esperanzador tejido productivo o de profesionales de alta cualificación en formación, dependen todavía económicamente de sus padres, con una absoluta falta de motivación para encarar su futuro. Es la llamada “generación ni-ni”, cuya tendencia va en fatal escalada.
     Para explicar esto se han buscado las excusas de los inmigrantes o la crisis, cuando estamos ante un fenómeno muy anterior a la irrupción de estos factores. Parece claro que esta generación ha medrado sustancialmente en la época de vacas gordas y ha crecido cómodamente con mesa puesta y ropa doblada en el armario. La perspectiva de irse de casa y no gozar del nivel de vida disfrutado hasta ese momento hace a muchos jóvenes mostrar un rechazo frontal tanto al mileurismo como a continuar con una formación que no gozará de reconocimiento en muchos casos. Pasar de caballo a burro siempre fue incómodo. Y echar la culpa de esta situación a “la sociedad” para diluir responsabilidades es un recurso demasiado fácil. La culpa es nuestra, de la generación “pre ni-ni” y del sistema que nosotros mismos compusimos: siempre creímos en un mundo mejor para ellos y anticipamos en casa un estilo de vida con satisfacciones sin esfuerzo que ahora chocan frontalmente con dificultades impensables fuera de casa. Cuando esa visión se resquebraja (porque tienen pocas expectativas, tendrán ocupaciones más precarias, trabajarán más años y con menos pensiones), es ya tarde para decirles que dejen de coger nuestro coche y fumarse nuestro tabaco. Y para los gobiernos, que se han visto abocados a abortar el soñado “estado del bienestar” antes de disfrutarlo como es debido, es igualmente difícil enderezar con leyes tendencias sociales torcidas. Los jóvenes que no estudian ni trabajan, afortunadamente no son todos. Pero los veo mal.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Celtas sin boquilla



Paseo de Cánovas. Cáceres. Enero 2010

          La primavera, dueña absoluta del parque, había vestido los jardines con las galas encendidas del color. Caléndulas y rosas, petunias y pensamientos dirimían sus antiguas diferencias cromáticas bajo la protección fresca de una arboleda rejuvenecida, como si las hojas, recién estrenadas un año más, proclamaran a los cuatro vientos su condición de elixir de eterna juventud haciendo olvidar a la concurrencia vegetal el resto de decadencias estacionales olvidadas. En aquel entonces yo era absolutamente ajeno a eclosiones florales, aromas sugerentes y demás melindres primaverales. Si algo me gustaba de esta estación era la proximidad largamente esperada del final de curso y el aligeramiento de ropa de las chicas, que tímidamente dejaban ver sus blancas desnudeces, ávidas de teñirse pronto del broceado ufano que al parecer era signo claro de primacía y poderío, para jugar con una cierta ventaja en las canchas desenfadadas del estío. Así que sentado en un banco (de aquellos bancos metálicos pintados de verde que imitaban ramas, con el asiento de tablas), creo que con mi carpeta y mis libros al lado, inspeccionaba ausente el devenir del parque, no recuerdo ya en espera de qué o quién. Acertó a pasar por allí uno de estos especimenes que formaban parte todavía el paisaje urbano, sobre todo en las presurosas horas punta del café mañanero, pero que hoy engrosan las filas de empleos en peligro claro de extinción: un limpiabotas, con su caja de betunes solariega, su marcada condición calé y sus andares broncos, tal vez agudizados por la postura acuclillada propia de su faena.
No esperaba que se dirigiera a mi modesta persona, muy alejada todavía de las edades y portes proclives al desempeño de su función; sin embargo, debería atravesar por un mal día, ya que situándose frente a mi banco, me espetó el característico reto “¿limpia?”. Negué con la cabeza. Insistió, señalando mis zapatos, realmente necesitados. Volví a negar, fingiendo mayor vehemencia. Entonces me pidió un cigarro y en mi inocencia adolescente vi la forma de concluir aquel incómodo acoso; era un celtas corto, pero el “limpia” agradeció el gesto manifestándome su intención de pasarme el cepillo en correspondencia. Y no pude negarme por tercera vez, a diferencia de San Pedro, contemplando preocupado su trajín sobre el taburete y el empleo de sus cremas y energías durante un buen rato. Y ahora el otro pie, flanqueado por una curtida sota de espadas y el tres de bastos.
Yo miraba a uno y otro lado en busca de una ayuda en forma de excusa que me permitiera salir pitando ante aquella más que sospechosa demostración de generosidad. Nunca en mi vida había tenido los zapatos tan limpios, ni siquiera la víspera de Reyes, en la que en casa acostumbrábamos a dejar junto al balcón un reluciente ejemplar que a buen seguro no luciría el maquillaje deslumbrante del betún hasta otro año. Mis crecientes sospechas ya se transformaron en certeza desnuda cuando de su caja extrajo con una naturalidad que se me antojó hiriente uno de aquellos protectores para la suela, como una exigua  herradura que refrendaba mi mansedumbre, que procedió a clavetear en la puntera con un pequeño martillo. Tragué saliva, tratando de buscar la mejor forma de manifestar a mi obstinado oponente que no llevaba encima ni un céntimo de las antiguas pesetas, vigentes a la sazón. La paga semanal de estudiante daba si acaso para el cine y las pipas, no para aquella licencia de señorito de Jarrapellejos. Cuando me pidió el otro pie, antes de que se consumara en su totalidad aquel episodio de resultado incierto, conseguí expresar mi condición menesterosa con un balbuceante “no tengo dinero” que me salió con un hilo de voz. Jamás olvidaré aquella espeluznante mirada gitana ni la sensación de congoja de ida y vuelta que pareció recorrerme de arriba a abajo hasta los genitales, que querían pugnar por hacer realidad aquella expresión alusiva a la corbata, hasta entonces metafórica.
     Entre mil y una maldiciones, mientras con unas tenazas me extraía los clavos de la herradura, creí nacer a un mundo truculento y engañoso; tasé entonces en su justa medida el valor de un celta corto y cada clavo que me sacaba el gitano era como si destapara un agujero por el que comenzó a fluir en forma de despertar una enseñanza inestimable en la primavera de la vida.

(De mi libro El pez colorao)

martes, 14 de diciembre de 2010

Un antes y un después

    Todavía ignoro si a nuestra generación le está tocando realmente vivir todos los marrones planetarios como una maldición bíblica omitida en los libros sagrados o es que nos están llevando al huerto haciéndonos creer en la misión, también profética, de enderezar  los rumbos torcidos de la Historia. Me explico: cuando cayó el muro de Berlín, en 1989, la opinión pública mundial comenzó a airear aquello de que habría un antes y un después de este suceso. Y, en efecto, fuimos inevitables espectadores de un cambio drástico en la situación geopolítica mundial con el fin de la guerra fría y del mundo bipolar. El derrumbe de la URSS hizo emerger como potencia hegemónica y justiciera con oscuros intereses a los Estados Unidos, como se vio de inmediato en la Guerra del Golfo. Pero hete aquí que llega el 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, como cabía esperar, y con renovados tintes apocalípticos, marca un nuevo antes y un nuevo después, donde la omnipotencia americana recién estrenada se resquebraja;  y asistimos a la deslocalización de las tensiones islámicas y a la aparición de inéditas guerras psicológicas globales sin un territorio específico donde librarse, cosa que no ocurría antes.  Esa barbarie ambulante nos salpicó aquí el 11-M brutalmente. El mundo ya no es el mismo, es cierto. Malamente recuperados de estos cambios perniciosos, llega la crisis económica, que los gurús del gremio se apresuran a calificar como la peor desde la Gran Depresión y que, claro, marcará un antes y un después. Pero bueno; ¿qué hemos hecho para merecer esto? Todo apunta a que tras la crisis (cuyos tentáculos están abarcando más espacios de los previstos) los ricos serán los mismos que antes, mientras que los pobres, por el contrario, serán muchos más en número,  y más menesterosos en haciendas; en eso parece consistir el después. Para colmo, la diplomacia mundial, cuyo cometido siempre fue el atemperar tensiones planetarias, conoce ahora un antes y un después de los papeles de Wikileaks, generando una desconfianza sistémica.

     Pero es que los antes y los “despueses” de eventos traumáticos nos invaden y aparecen  ya a cualquier nivel. Ya he oído por ahí que la crisis de los controladores aéreos  españoles marcará también “un antes y un después” en los modos y cauces de las negociaciones de convenios, generando a su vez un antes y un después de la existencia de colectivos de élite. Y también existirá un antes y un después en el asunto sangrante del dopaje deportivo tras el bombazo de la implicación de Marta Domínguez. Posiblemente, a medida que uno va cumpliendo años es estadísticamente más probable asistir a sucesos que nos cambian los esquemas con esa frustrante disposición aparejada de adverbios de tiempo; por eso añoro las épocas doradas y lejanas donde todo fluía con la tranquilidad predecible y suiza de un tic-tac. Y nuestra generación, que ha tenido la rara fortuna de situarse en el epicentro de todos los seísmos pre y post lo que sea, sigue esperando pacientemente el antes y el después del remedio contra el cáncer; el antes y el después de cuando había hambre en el mundo… Pero  eso –parece- lo olvidó también Nostradamus.  

martes, 7 de diciembre de 2010

Controlar al controlador

        En estos días no tenía que viajar en avión. El sábado, cuando cientos de miles de pasajeros se quedaron tirados en tierra con sus equipajes para el puente, yo estaba plantando alcornoques en el Valle del Alagón a un grado bajo cero, que es una forma un poco prosaica de pasar un puente, pero que reporta extrañas satisfacciones interiores. Por tanto mi ánimo no es el de un viajero  despechado proclive a bramar en arameo. Así que cuando he cambiado la azada por el ordenador, me he propuesto buscar algo de objetividad en este follón, convencido de que poderosas razones deben haber llevado a este colectivo a ponerse todos malos a la vez para destrozar el puente a miles de prójimos.
     Tengo que decir que tras el análisis de varias páginas Web y blogs propiedad de estas “víctimas” (como se autodefinen los controladores), tan solo encuentro un prolongado pulso con sus patronos de AENA del que casi siempre han salido victoriosos en sus condiciones laborales y económicas hasta que se han encontrado con un gobierno que les corte las alas, y nunca mejor dicho. La señora Merche Canalejo, controladora, afirma que trabajan en condiciones de esclavitud, que según la RAE es el “estado social definido por la ley y las costumbres como la forma involuntaria de servidumbre humana más absoluta”. ¿A cuántos de los cuatro millones de parados les gustaría ser de esta forma esclavos con un sueldo medio de 200.000 euros al año? Se quejan de tener turnos rotatorios. ¿Es que no los tienen los enfermeros o policías locales? Se dan de baja masivamente porque están llegando ya a las 1670 horas estipuladas en convenio. Hay empleados de bancos, agencias de seguros o periodistas  que deberían adoptar la misma acción de protesta en el mes de junio por haber llegado ya a ese cómputo. Nadie niega la alta responsabilidad y el nivel de estrés que conlleva esta ocupación, pero por muy legítimas que consideren sus reivindicaciones laborales, los controladores se han equivocado en la forma de hacerlas ver, sencillamente porque nadie se va a fijar ya en sus problemas, sino en los que han causado con su acción desproporcionada. Posiblemente sea ahora el perfil  del controlador el más vilipendiado y desacreditado del país. Es posible que el Gobierno no haya estado fino en sus negociaciones con ellos y haya adoptado erróneamente el decreto como vía de regulación, pero es que debe ser difícil negociar con colectivos de “élite” capaces de parar un país en el acto con la inasistencia al trabajo de 200 empleados. Hacía falta ya una cura de humildad inducida.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Ciencias y Letras

     No sé ahora, pero hace algunos años todos éramos catalogados usando parámetros dicotómicos que inevitablemente tenían mucho de maniqueísmo, porque la educación desde la niñez incide mucho en eso: niño bueno o niño malo. Después, todos hemos sido altos o bajos y en función de ello (al menos en mi época) se bromeaba con lo del pelargón. De gordos y flacos ya he hablado otras veces. Se podía ser también listo o torpe, simpático o antipático y era importante igualmente saber si nos las veíamos con ricos o con pobres, nuestros padres nos preguntaban a menudo sobre ello. La pubertad, aquella pubertad tan lejana, trajo a nuestro catálogo nuevas categorías clasificatorias, donde comenzaba a adquirir protagonismo una incipiente estética con solo dos conceptos: guapas y feas. Pero sobre todo, en esta etapa de la vida, en este orden establecido sin mayor complicación de matices, donde todo parecía ser blanco o negro se planteaba con toda su crudeza una elección que nos marcaría para la adultez, o al menos eso pensábamos, pues una vez que se difuminaran por una natural pérdida de valor todas aquellas dicotomías,  seguiríamos siendo para los restos de ciencias o de letras, uniéndose esta categoría a los siguientes estigmas de los mayores: de izquierdas o de derechas, casados y solteros…

     Así fueron las cosas durante mucho tiempo, con el mundo dividido casi al cincuenta por ciento de esta forma bipolar (o tal vez las cosas siempre fueran mucho más complejas, pero era cómodo adoptar una óptica simple para no complicarse la existencia). Pero la tecnología comenzó su devastador dominio del universo productivo truncando el equilibrio anterior y se produjo un fenómeno parecido al que acaece en el mundo de la moda femenina, donde las feas lo tienen claro. Los profesionales que hacen prosperar la economía, y por ende la marcha del mundo, son invariablemente ingenieros, econonomistas, físicos, técnicos en lo que sea e informáticos y además no importa que tengan faltas de ortografía. Fue el comienzo de la relegación de las Humanidades a un plano cuasi-marginal donde ser de letras dejó de estar bien visto. Saber quien fue Homero o en qué consiste el barroco no hace avanzar especialmente la economía mundial. Y también a otros niveles se resquebrajó la óptica dualista que citaba al principio para convertirse en una unilateralidad excluyente: a toda costa hay que ser rico y guapo, no importa a cuántos pobres y feos dejemos en el camino, donde también van quedando los de letras. Es la  senda espinosa en la que el humanismo, la cultura y el saber son absolutamente intranscendentes para las cuentas de resultados de las empresas, razón por la cual se han reducido drásticamente (hasta en un 61%) las carreras humanísticas en la universidad española ante la convergencia con los planes continentales.
     Craso error, al parecer imparable, el de prescindir de conocimientos eternos de los que se extraen los fines de la vida, las bases de la crítica, los gérmenes de la creación y el pensamiento humanos. Como decía el profesor Fernando Savater, (llamado con razón azote de estúpidos) en su obra “el valor de educar”, no todo van a ser conocimientos instrumentales a corto plazo. Debe haber algo más. No se puede perder jamás la concepción humanista, que incluso debería estar en todas las materias, incluidas las de ciencias. Qué bonito sería que todos, guapos y feos, ricos y pobres, listos y torpes supieran mirar un cuadro o escribir un poema.

martes, 30 de noviembre de 2010

Mercados

El primer mercado del que tengo consciencia estaba adosado a la muralla almohade de Cáceres, y en su acceso desde la Parte Antigua estaban atados los burros que venían de los pueblos cercanos con sus mercancías. Tengo tatuado en la corteza cerebral el olor subido del pescado no muy fresco que allí se exponía, a juzgar por los ojos suplicantes de las pescadillas, casi todas con esas cataratas delatoras de un largo viaje desde el mar. En la Feria de Mayo, y desde una privilegiada azotea de la Casa de las Veletas, se dominaba por completo el  Rodeo, literalmente ennegrecido por los miles de animales que participaban en el mercado de ganado, celebrado desde la Edad Media. Los tratantes y chalanes, muchos de ellos de raza calé, acicalaban las reses y caballerías para que presentaran el mejor aspecto posible al comprador. De otros mercados típicos y antiguos tengo recuerdos vagos, como el de Figueira da Foz, con aquel vocerío ininteligible.
    La llegada de los “autoservicios” y “grandes superficies” eliminó gran parte de los mercados tradicionales y tiendas de ultramarinos,  con ese mercadeo desaborido, vulgar y anodino de echar artículos en un carrito. La salsa del intercambio en la compra-venta se perdió; sin poder ya regatear, sin voces ni olores, con suelos brillantes y cajeras hieráticas y uniformadas, nos convertimos en zombis inexpresivos, consumidores planos con dinero de plástico. Y se dejó de hablar mucho tiempo de los mercados hasta hace justamente unos meses por mor de la manida crisis. Gracias a esa virtualidad empalagosa de la que están hechos los tiempos modernos, el suelo resbaladizo de los mercados de antaño ha sido sustituido por los parqués bursátiles y las pescadillas atrasadas, por las igualmente podridas deudas soberanas. Los mercados ya no son de barrio sino globales y los gobernantes aderezan como pueden las maltrechas cuentas públicas como aquellos gitanos que intentaban mantener enhiestas las orejas de un burro pasado de años. Ahora somos todos nosotros como los semovientes del Rodeo, convertidos en enormes manadas con cara de cifra, llamadas población activa o pasiva. La referencia no es ya el carnicero de la esquina, que mataba todos los días, sino el bono alemán, que también mata las perspectivas de los inversores. Los mercados de hoy en día son como temibles monstruos invisibles convertidos en jueces de quienes se espera con temor su opinión y veredicto. De ellos se dice que se alborotan y se calman, que aprietan o que se vuelven locos. Nadie sabe quién mueve los hilos de estos engendros intangibles, pero resulta grotesco contemplar a toda la clase dirigente cómo bailotean al son de “los mercados”, como auténticas marionetas de Maese Villarejo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

La confesión de un ecologista

En Almendralejo  mi padre me compró una pareja de ratas blancas de laboratorio, como mascotas sustitutas de aquel malogrado pato del mercadillo teñido de rosa que finalmente sucumbió, fatigado y ahíto del hábitat hostil que yo le imponía (era incluso perfumado con Barón Dandy). La presencia de mis ratas trajo una marcada división de sentimientos; llenó de gozo mi maltrecho ánimo tras la muerte del pato, pero también alteró la pacífica convivencia doméstica, enemistándome con la población femenina de la casa, pues ante la visión de las inofensivas  ratitas dio muestras de esos accesos histéricos de pánico innato que años después volví a encontrar en la universidad al estudiar las neurosis fóbicas. Los lugares de disfrute de mis ratas fueron siendo prohibidos sucesivamente: ya no podían retozar por el filo del aparador ni deambular escrutadoras por el cristal de la mesa camilla. Reposaban sobre mi hombro con la agazapada prudencia de un equilibrista octogenario y yo me creía uno de esos piratas de pata de palo, con el loro de vacaciones. La llegada de una camada de diez o doce desvalidos  ratoncitos es una de esas evocaciones imperecederas que todos atesoramos en algún rincón de la corteza cerebral. Sin embargo, supuso la expulsión drástica de los roedores, ya con carnet de familia numerosa, a quienes hube de buscar acomodo en el desván.
      Supongo que la libertad de aquella amplia estancia hizo aflorar en las ratas sus adormecidos genes salvajes y huidizos, pues bastaron un par de generaciones para perder su antigua mansedumbre de laboratorio. La creciente población de roedores se manifestaba a grito limpio cada vez que la doméstica iba al desván a tender la ropa. Aquello tenía que terminar, y recibí un serio ultimátum. Debería haber ya más de cien ratones, que aparecían y desaparecían como una exhalación entre los trastos y recovecos de su universo postizo, sin posibilidad alguna de captura. Descarté el matarratas por parecerme contrario a la convención de Ginebra. Y el cepo usado con sus parientes pobres de pueblo me parecía un insulto para su blanca alcurnia. Morirían en combate, y una a una. Así, la escopeta pajarera tuvo un nuevo uso insospechado. Durante varios días, en las tardes que pasé apostado y triste tras unas cajas, fueron cayendo las pobres ratas despanzurradas como en una siniestra caseta de feria. También este episodio mortífero se encuentra alojado en el oscuro almacén de mis desmanes juveniles, como un pasado nazi que ni siquiera la militancia adulta en organizaciones ecologistas ha conseguido borrar por completo.

martes, 23 de noviembre de 2010

La productividad de los funcionarios

   Al final va a ser verdad  que  los funcionaros  tienen la culpa de la crisis y por eso son necesarias nuevas medidas para hacerles expiar ese inmarcesible pecado original que les salpica desde su nombramiento. El nuevo bautismo salvador, según anunció el ministro Chaves, consiste en ligar la productividad a su salario (o a lo que de él queda después de bajárselo una media del 5%).
     Podemos deducir que con esta iniciativa se pretende aumentar la eficiencia en el sector público, conseguir una mayor motivación en el personal y crear un colectivo verdaderamente implicado profesionalmente en su carrera. Esto es muy bonito sobre el papel, pero nunca se detalla cómo se llega a eso a través de la valoración de la productividad. Para empezar ¿alguien quiere definir operativamente en qué consiste la productividad de un funcionario? Porque tiene que ser algo evaluable y mensurable. ¿El policía que más multas tramita? ¿El médico que más consultas pasa? En la Administración existen sectores muy dispares, algunos de los cuales son susceptibles de gestionarse con modelos de empresa privada y otros muchos no: a un inspector de Hacienda se le puede retribuir adicionalmente en función de sus expedientes exitosos, cuyos resultados tangibles revierten directamente en las arcas públicas, ¿pero un maestro? ¿Y un bombero? Yo les voy a decir qué se esconde detrás de este globo-sonda: algo parecido a lo que ya ha anunciado David Cameron en Inglaterra, es decir, la reducción drástica de los gastos de explotación con la eliminación de puestos de trabajo en la Administración teóricamente prescindibles, pues los funcionarios “productivos” se encargarían de hacerlos innecesarios. Los horarios se “flexibilizarán” para trabajar 11 horas en lugar de 7. ¿Y qué funcionario sería entonces más productivo, a falta de otros criterios objetivos para determinarlo? Pues el que mejor le caiga al encargado de evaluarlo; ahora el peloteo, al fin, ya estaría convenientemente pagado.  Algunas consecuencias de aplicar la dirección por objetivos en la Función Pública, que es hacia donde se encaminan estas reformas serían, en ciertos casos, la existencia de altos responsables convertidos en mercenarios de la retribución variable presionando a jefes y jefecillos -con bonus y mini-bonus-, que a su vez explotan a los miembros de sus negociados con la promesa de unas migajas. Tendremos así unidades administrativas estresadas y faltas de personal, pero, eso sí, más “rentables” ¿y desde cuándo un servicio público tiene que ser rentable por narices? Y a todo esto ¿dónde quedaría el administrado, el ciudadano, todos nosotros? Pues en una atención precaria y deshumanizada con menos empleados públicos, los cuales estarán más preocupados por sus incentivos personales que por prestar un servicio de calidad a la sociedad de la que emanan.  Y al final seguro que se echan cuentas y es verdad que así disminuye el déficit público. Pero ¿a costa de qué?

domingo, 21 de noviembre de 2010

La Jutarta

     Con vaguedad recuerdo haber oído nombrar esta palabra a mis abuelos, en esas conversaciones acaloradas que solían tener cuando existía poco acuerdo en los asuntos domésticos. La Jutarta, como el Cholrrillo, era de esas expresiones que un niño escucha pero desecha maquinalmente para quedarse con  frases y enunciados más entendibles, como intentamos hacer al oír una lengua extranjera. Después, durante  largos años, la Jutarta se extinguió definitivamente del repertorio audible una vez desaparecidos sus mentores por ley de vida, como si se hubieran llevado al más allá los secretos que compartieron en su prolongada existencia, y nos dejaron la misión inquietante de descubrir algún día toda la verdad sobre aquel desconocido concepto.
     Y la ocasión ha llegado gozosamente el pasado fin de semana. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo salvando decenios de olvido para situarnos, incrédulos, en el mismo corazón de la Jutarta, en una épica búsqueda propia de Isaac Asimov y con el uso de las herramientas que el progreso ha puesto en nuestras manos: Internet y GPS. Como exploradores llegados del futuro, hemos comprobado que por la Jutarta, hoy día con una vegetación exuberante que esconde una pequeña alberca, pasa un arroyuelo que beneficia el crecimiento de aromáticas higueras y granados altos y frondosos. Las centenarias chumberas se atrincheran en espera del invierno pensando en las flores que aseguren un estío pródigo en sus frutos dulces y espinosos. Allí la presencia humana es inédita desde hace décadas. Sólo los pájaros son hoy dueños de la Jutarta, anidando en la corona de sus acebuches mientras ofrecen un concierto de trinos y gorjeos. Los caminos que conducían antaño a este olvidado huerto han desaparecido entre vegetación invasiva, zarzas y tapias derruidas, como si se pretendiera  deliberadamente borrar los accesos a un lugar que ya no tiene razón de ser. Cuántas veces iría mansamente la Penca (la burra del abuelo) a la Jutarta sin que nadie le indicara el trayecto. Cuántas horas se emplearían en “guañal” aquella hierba, en “poar” las higueras, en  apañar las aceitunas… En todos los pueblos extremeños hay Jutartas delatoras que denuncian desde la ultratumba de unos modos de vida fenecidos la injusticia del abandono y la incuria. La vida de los pueblos, la de trillos y jocis, de burros y zachos, languidece penosamente en el hogar del pensionista mientras las Jutartas desaparecen para dormir un incierto sueño de orfandad y desamparo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Gran Café

   Paulo Coelho dijo en cierta ocasión que cuando vemos siempre a las mismas personas terminamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas.  Y esas personas pueden estar en el autobús compartiendo trayecto o, sencillamente, tomando café a nuestra misma hora. La historia del Gran Café es un compendio de miles de episodios personales que tuvieron lugar durante más de un cuarto de siglo  bajo la decoración clásica de este entrañable establecimiento cacereño, que ha cerrado sus puertas la semana pasada. Los motivos no nos interesan (asuntos de dinero, supongo). El devenir sociológico de una ciudad puede estudiarse desde muchos puntos de vista, y las cafeterías, como puntos estratégicos de encuentro social, deben ocupar un lugar preeminente como generadoras de datos inestimables. Cuántas anécdotas, cuántas confesiones, cuántos proyectos se habrán intercambiado a lo largo del tiempo en el recoleto espacio humeante donde es protagonista una taza de café. El Gran Café subsistía heroicamente a los cambios de diseño hosteleros siendo heredero de unos estilos fenecidos que se llevó el tiempo y las prisas, como ya le ocurriera al Café Toledo, el Avenida o el Jámec. La tertulia en las tardes de invierno todavía tenía cabida en el Gran Café, como una usanza decimonónica expulsada de las costumbres al uso y transmutada en el tiempo como por excepción, que buscaba anhelante un espacio físico para perpetuarse; y aquí lo encontró. El cierre del Gran Café se ha llevado, entre otras muchas cosas, el recuerdo de mis padres en su última etapa, siempre en la misma mesa, compartiendo silencios prolongados y esas confidencias archisabidas, pero que encuentran un motivo feliz de originalidad cuando se emiten en un lugar público, con un café y unas pastas como acompañantes.
       “Gran Café” podría ser el título de una película de Juan Antonio Bardem, como lo fue “Calle Mayor” con sus protagonistas y actores secundarios, con sus historias de amor y odio. Allí muchos descubríamos la realidad cada mañana en ese placentero encuentro con el periódico que acaba de dejar el cliente de al lado, y pasar las hojas con la frívola combinación que supone hacer coincidir las guerras, accidentes  y muertes con un churro mojado en la taza. El Gran Café -sin televisión y con limpiabotas- fue un oasis postrero a salvo de estridencias y decibelios, con unos camareros uniformados y afables que rezumaban profesionalidad y que contribuían a crear en el cliente esa placida sensación de haber llegado a un lugar como Dios manda. Su cierre incrementará el cada vez más pesado bagaje de orfandades del que está hecha la existencia. Aquellas medias raciones de migas del Gran Café tienden ya a color sepia y buscan acomodo entre las cosas extinguidas, junto a las tiendas de ultramarinos con olor a pimentón y los viajes en auto-stop.

martes, 9 de noviembre de 2010

Mi amigo saharahui


     En 1972 la vida en España fluía con la inercia cansina y crecientemente retardada de un movimiento giratorio ya añejo, impelido hace tiempo; y las cosas se sucedían igual que siempre, por mucho que flotara en los ambientes intelectualoides la certeza de que pronto algún obstáculo podría interponerse, cambiando la trayectoria de esa evolución hasta entonces predecible con un impulso nuevo y desconocido. Pero eran todavía años que yo califico de “tardo-sesenta”. La O.J.E. seguía organizando sus campamentos veraniegos pre-militares  usando los mismos símbolos y consignas de hacía treinta años, desde los primeros “años triunfales”. Era mi primera temporada de arquero, recién abandonada la condición iniciática de flecha. El campamento reunía aquel verano en torno a los pinares y espléndidos arenales de Mazagón un turno formado por acampados extremeños, onubenses y saharahuis que confería al conjunto un inquietante sabor exótico con sonido de timbales al atardecer y visiones de chilabas, extrañas escrituras de derecha a izquierda y un color de piel que no alcanzábamos ningún verano por muchas pistas de rastreo que hiciéramos  a la intemperie. Todos éramos españoles porque la unidad patria incluía aquella remota provincia abrasada por la tenacidad del sol del desierto. En efecto, aquellos chavales morenos hablaban español, contaban chistes verdes como nosotros y juntos entonábamos el  “prietas las filas” al finalizar el fuego de campamento. Me hice amigo de Ahmed –comerciante nato- de enormes ojos negros, que me vendió una insignia dorada con un camello sobre una media luna con la inscripción “Sahara”, que todavía conservo. Ahmed trepaba a los pinos con asombrosa facilidad para vender por unas pesetas las piñas repletas de sabrosísimos piñones a los compañeros peninsulares más pudientes económicamente.
     Muchas veces me he acordado de Ahmed, una de las primeras amistades efímeras de las que está llena la vida para aportar a la existencia esa placentera insatisfacción tan extraña y tan cierta de cosas no concluidas pero con poso saludable. Y me acuerdo también de aquel patriotismo de mantequilla, engañoso, que solo buscaba fosfatos en el subsuelo de Bu-Cra. Me acordé de él tan solo tres años después imaginando a nuestros legionarios de pelo en pecho montando con su cabra engalanada en los aviones de regreso a la península mientras Marruecos y Mauritania se repartían el territorio del Sahara Occidental. Me acordé de la gran amistad del hermano Hassán II, a quien Franco invitaba a cazar en los montes del Pardo, una amistad perseverante y paciente hasta el lecho de muerte del amigo, pues aprovechó su agonía para apropiarse de lo ajeno. Muchas veces he pensado en  Ahmed, tal vez en otros campamentos sobre una arena muy parecida a las amarillas playas de Huelva: los campamentos de Tinduf, al norte de Argelia. Mi amigo saharahui con mucha probabilidad cambió su uniforme de la O.J.E. por otro de combate para luchar contra el invasor marroquí desde el Frente Polisaro y defender así su verdadera patria, hecha de tradición nómada y lealtad al territorio, no de banderas y canciones de mentira. ¿Qué sería de él? Porque treinta y cinco años de refugiado son muchos. Puede que Ahmed haya tenido la fortuna de ser uno de los cinco mil titulados superiores que hay entre los refugiados, gracias a las ayudas internacionales. Es posible que haya contribuido a erradicar milagrosamente el analfabetismo en su población o que cure a los enfermos por las dairas y wilayas del desierto. Hasta es posible que todavía estuviera esta semana en Gdaim Izik protestando pacíficamente hasta que su tienda fue incendiada por los esbirros de Mohamed VI. A decir verdad, también me lo he imaginado envuelto en un sudario blanco tumbado de costado y mirando a La Meca con las cuencas vacías y huérfanas de aquellos ojos negros bajo las arenas calientes del Sahara, al sur del río Dra, mientras sus hijos siguen esperando el referéndum.
   Si me encontrara algún día con él, no sabría qué decirle. Lo propio sería recordar los buenos tiempos cuando los dos éramos españoles, pero creo que me daría vergüenza. 

    

lunes, 8 de noviembre de 2010

Educación, sanidad y crisis.

      No cabe duda de que la universalización de servicios básicos al conjunto de la sociedad, como son la educación y la sanidad, ha sido una de las mayores conquistas sociales de las últimas décadas, ya que han posibilitado el afianzamiento de una convivencia avanzada y establecido los pilares de lo que dio en llamarse “estado del bienestar”. Evidentemente, los recursos que deben destinarse al mantenimiento de esos sistemas, si se quiere que además de universales sean de calidad, tienen que ser elevados; pero la manida crisis económica que nos oprime y que amenaza con no remitir en los plazos que considerábamos razonables al comienzo de la misma, está poniendo en  peligro la continuidad de esos logros sociales, que muchos consideramos irrenunciables.
    Están surgiendo por ahí salvadores del mundo disfrazados de gurús de la economía que ponen seriamente en cuestión la viabilidad del sistema logrado. Recientemente el presidente Guillermo Fernández Vara en su blog se hacía eco de las palabras de Robert Lucas (Nobel de economía en 1995), para quien –refiriéndose a España- es un error que la educación y la sanidad sean igual para todos, pues esto “resta motivación para trabajar duro”. Es decir, el que más pague tiene más derechos que el más desfavorecido económicamente, que nunca podrá igualarle; esto nos lleva directamente a retroceder hasta planteamientos decimonónicos. Habría que ver el contexto general en el que se enmarca este aserto, pero en todo caso lo cierto es que desde distintos ámbitos (y no solo teóricos sino también políticos)  se pone en cuestión este trato igualitario, aprovechando como poderosa excusa la difícil situación  económica. Las preguntas serían: ¿la austeridad y el recorte también deben afectar a estos servicios públicos básicos como a cualquier otro sector, como por ejemplo las infraestructuras?  Y dos ¿se debe dar la posibilidad de obtener mejores servicios sociales al que más pueda pagar?
     La inercia de la austeridad y la reducción del déficit está tentando a los gestores públicos a usar la tijera donde más se gasta, y esta tendencia ya está afectando, aun sin cambiar el modelo, a dichos sistemas, incluso en nuestra comunidad: alumnos que no reciben clases por la retención de contratos de profesores, incremento del ratio de alumnos por aula, etc., según denuncian varios sindicatos del sector educativo. Más preguntas: ¿se puede ahorrar sin merma de la calidad? ¿Qué sería entonces lo realmente superfluo? Volvemos a lo mismo: no basta con haber logrado que estos servicios lleguen a todo el mundo si no va a existir esa calidad. De lo contrario es mejor jugar a otra cosa, que es lo que proponen algunos, pues el deterioro en la prestación de estos servicios públicos justificaría la existencia de una sanidad y educación para ricos y una educación y sanidad para pobres e inmigrantes. El viejo debate vuelve a estar servido.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El canuto


    Alguien dijo que la pandilla debía reunirse urgentemente. Cuando las calles eran surcadas por caravanas vociferantes que lanzaban al aire cientos de octavillas electorales (¡algunas hasta con la hoz y el martillo!), no bastaba ya con seguir organizando cansinamente un único guateque en Nochevieja. Los tiempos dictaban que había que ir abandonando las canciones de la OJE y probar nuevas experiencias distintas a comer pipas e intentar ligar  a la salida del cine. Hacía falta algo más arriesgado y subversivo, como cuando, años atrás, cantábamos las canciones de Víctor Jara al ver aparecer a los “grises”, probando su fortaleza en la carrera. Nos habían traído de Madrid una “china”, que inspeccionábamos con respeto comprobando su textura; en efecto, aquello parecía chocolate como el de la merienda, pero con un aroma penetrante y desconocido que, ya en frío, presagiaba sensaciones novedosas. Anochecía. Buscamos un lugar alejado de las zonas habitadas, donde podrían delatarnos peligrosamente los efluvios de nuestro delito. Así, las sombras de las palmeras del Parque del Príncipe fueron etéreas compañeras de una conspiración iniciática de inciertas consecuencias. El más experto procedió a calentar con un mechero el costo y a desmenuzarlo mezclándolo con el contenido de un Marlboro, después tomó un papel desprendido de un librillo y comenzó a liar el pitillo, menester que me era familiar por haber visto, de niño, hacerlo a mi abuelo. Con una boquilla de cartón, el porro tenía un aspecto formidable, como en las películas del Astoria, ya solo faltaba consumirlo en círculo, y como indios celebrando un armisticio fue pasando el canuto de boca en boca. Aquel humo era abrasadoramente dulzón y cada calada tenía el efecto en las neuronas de dos “pistolas” o al menos a mí me lo parecía.
   Jamás olvidaré el regreso tras consumar en su totalidad aquella fechoría. En la oscuridad, mis pies fluían frenéticos por la espesura sin lograr dar alcance a los que me precedían, cuando en realidad iban a paso de tortuga tambaleante. Los sonidos tendían a prolongarse y cualquier sombra adquiría esencia corpórea, de la que era preciso huir. Ya como “colegas” nos disgregamos en silencio al llegar a las primeras luces. Con aquel incómodo muermo encima conseguí llegar a casa, donde el espejo me devolvió una imagen que se me antojó de delincuente. Engullí medio tubo de Profidén , para que no me notaran el aliento y dije que no cenaba. ¿Qué te pasa en los ojos? Nada –contesté- la discoteca tenía mucho humo. Este fue mi efímero periplo por el mundo de la droga.   Espero que los lectores más puritanos de este blog sepan disculpar este desliz de juventud.

domingo, 31 de octubre de 2010

Reflexión sobre los difuntos

Estos días rendimos tributo a los difuntos.  La vorágine de ocupaciones diarias en las que todos nos vemos inmersos en esta loca sociedad del XXI, en la que dependemos más que nunca de una agenda (en mi caso física, en otros eso de la “agenda” es una poderosa excusa para eludir compromisos) aconseja designar en el calendario un día para que no se nos olvide tal o cual cosa: el día de la mujer trabajadora; el día sin humo; el día sin coches; el día de los enamorados o como hoy, el día de los difuntos.
    Desde hace tiempo, tiendo a aplicar a mi propia existencia los apelativos externos que solemos utilizar para referirnos a cosas aparentemente ajenas, en este caso tan ajenas y lejanas como los difuntos. Es algo que les aconsejo vivamente porque ayuda a eso que llaman “descontextualizar”, de lo que tanto se quejan los políticos de lengua larga cuando se refieren a sus propias frases. De esta forma, esos conceptos intencionadamente distantes adquieren una inusitada cercanía que da mucho que pensar, porque nosotros también seremos difuntos algún día. Ramoncín (el rey del pollo frito) dijo en cierta ocasión que somos una especie de muertos que estamos setenta u ochenta años de vacaciones. En efecto, cuando ese asueto finalice -cuando hayamos muerto- , todos nos convertiremos en “seres queridos”, expresión que,  con su dramática carga de eufemismo, es finalmente algo que muchos no lograron en vida. Nuestra  tenue morada etérea será solo el recuerdo más o menos acusado de nuestros allegados y deudos, a quienes contemplaremos siempre de frente desde las distintas ultratumbas que ofrecerá una dimensión inconcebible hecha de purgatorios subjetivos: anhelantes al otro lado de la lápida cual espejo de Alicia; desde el lóbrego interior de una urna o desde las aguas donde un día arrojaron nuestras cenizas como una siembra extensiva de diminutas motas de olvido. Estaremos a un tiempo muy cerca y muy lejos, seremos ánimas expectantes en todos los reversos inescrutables de la realidad física, uno espectros tristes que añoran el dulce protagonismo de la vida sin posibilidad de intervenir, como un malabarista que ha perdido las manos sin darle tiempo a ejecutar su mejor número. Hasta que el recuerdo de nuestra existencia comience a desdibujarse y a perder los contornos de sentimiento en los que quedaron aquí. Entonces, perdido el último afecto, mutaremos de nuevo para ser solo  un letrero dorado extraviado en la inmensidad quieta del camposanto,  un recordatorio con ribete negro, tal vez fotografía arrumbada entre la incómoda estrechez de las páginas de un viejo álbum; un perfecto desconocido para una generación extraña que no fue coetánea de nadie vivo en nuestra época... Este es el concepto universalmente admitido de difunto. Pero etimológicamente, difunto viene del latín defunctus, que significa “el que está retirado de sus funciones”, es decir, algo así como jubilado. Los romanos empleaban el término difunto en este sentido positivo para referirse a quien ha terminado (y hasta con júbilo) una función social, pero que todavía anda entre nosotros. La sociedad actual, poco amiga de las medias tintas, desde hace mucho tiempo ha identificado difunto con finado, es decir, que ha terminado del todo. Fiambre, en otras palabras.
   Pero recuperando la acepción prístina del concepto de difunto, podemos enconarnos con infinidad de funciones desarrolladas y terminadas por una persona sin que necesariamente repose en una tumba: por ejemplo, además de los jubilados o prejubilados de su ocupación laboral, hay muchos difuntos y difuntas del matrimonio. Los enfermos son una especie de difuntos de la salud; e incluso existen difuntos de la bolsa y los fondos de renta variable (en los que ya no ejercen por imposibilidad manifiesta).
   Si engarzamos estas tipologías de difuntos con las tradiciones al uso en un día como hoy, no sería descabellado compartir unas horas con el conocido enfermo. Comer unos buñuelos de viento y compartir huesos de santo con el compañero jubilado. Llevar unas flores a la vecina de arriba (difunta de la amistad desde aquello del bajante) o, en el paroxismo de esta celebración de difuntos de amplio espectro que les propongo, dormir esta noche con nuestra ex-mujer, como hacen en México con los difuntos-difuntos.


lunes, 25 de octubre de 2010

Consorcios y Fundaciones

Los últimos dictámenes de jurados que afectan a pretensiones de nuestra Comunidad han determinado que la Universidad de Extremadura no será  nombrada  Campus de Excelencia Internacional, ni Cáceres lucirá tampoco el título de Capital Europea de la Cultura en 2016 tras el fracaso del primer corte, planteándose ahora los responsables de la candidatura  el reto de concursar de nuevo para obtener el de Ciudad de la Ciencia y la Innovación. Pasaron definitivamente los tiempos en los que era suficiente lucir en el escudo de la ciudad aquello de “muy noble y muy leal”. El origen de estos vahídos de titulitis que aquejan con fuerza actualmente a algunas poblaciones parece claro que está en los dineros que se obtendrían  tras (o durante) la consecución del objetivo. En una época de crisis como la que padecemos donde es tremendamente difícil la generación de recursos propios para acometer cambios urbanísticos y de infraestructuras que permitan dar importantes saltos cualitativos en el diseño de futuro de una ciudad, se comprende que es tentadora la pretensión de conseguir todo esto por la vía rápida, merced a ostentar la sede de un importante evento nacional o internacional que atraiga inversiones y visitas, en cantidad impensable de otro modo. Eso está ocurriendo en el caso de Cáceres; da la impresión de que todo pasa por el logro frenético del maná de un nombramiento, sea el que sea, creando y disolviendo organismos temporales al son de proyectos presentados y fiascos recibidos (aprendizaje por “ensayo y error” llamaban a esto en la facultad de Psicología).
      No son pocas ya las voces que abogan por la creación, con carácter estable y permanente, de una verdadera Fundación que sea ajena a los vaivenes y caprichos políticos que puedan surgir en  cada legislatura. Está muy claro que en Cáceres esa fundación tendría como centro de actuación la conservación de la Ciudad Monumental que es, hoy por hoy, el sustento del único y verdadero título que podemos lucir: “Ciudad Patrimonio de la Humanidad”. Las ciudades integrantes de este grupo siguen siendo privilegiadas habas contadas. Cabe preguntarse: ¿se ha explotado suficientemente este nombramiento desde 1986 para lograr las excelencias diversas que catapultarían a Cáceres a lugares apetecidos en lo que respecta a turismo y cultura?  Me temo que no, a pesar de que la Concejalía de Turismo actual es de las mejores que hemos visto en los últimos lustros. En general, nos hemos limitado a lucir simplemente el título, como esos médicos mediocres que lo exponen, en color crecientemente sepia, en el centro de la sala de espera de su consulta. Sinceramente, hasta dudo de que hicieran falta más títulos y de que sean necesarios consorcios específicos cada vez que se plantea la obtención de algún evento para la ciudad mediante concurso.
     La creación de una fundación (o patronato, o comisión, el nombre es lo de menos) con intervención de distintos estamentos y administraciones, que velara por la correcta conservación y gestión del legado histórico cacereño, descargaría  de responsabilidad al ayuntamiento de turno por su carácter técnico e interdisciplinar, pues la complejidad de las variables que intervienen en un centro histórico de este calibre suele desbordar los limitados recursos y competencias municipales. Podrían además eliminarse esas curiosas trifulcas administrativas que se dan actualmente: ¡no se sabe de quién es competencia arreglasr las murallas!. De esta fundación permanente en el tiempo, con suficiente autonomía técnica y con los fondos económicos que ahora se aprueban fragmentariamente para intentar conseguir acontecimientos aislados, podrían emanar perfectamente cuantos proyectos consensuados e iniciativas se tomaran en el futuro con el fin de afianzar las expectativas culturales y de vanguardia que se pretenden. Eso significa, entre otras cosas, ser Patrimonio de la Humanidad. Solo hay que tener voluntad política y vencer la pereza partidista.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los morritos de Pajín

Una cosa es que a alguien se le escape una apreciación privada o más o menos íntima a un interlocutor cercano cuando cree que está cerrado el micrófono, pero sin ánimo de hacer partícipe a la concurrencia, como le pasó, por ejemplo, a Esperanza Aguirre con aquello del "hijoputa", o cuando trascendió que a Zapatero le hacía falta un hervor en economía con aquellas famosas "dos tardes" que necesitaba para ponerse al día.
   Pero otras veces el desliz no es tal, porque se trata de una frase o argumentación emitida perfectamente consciente de la apertura de micrófonos y del regocijo que tales palabras (como las del señor León de la Riva, alcalde de Valladolid) van a causar en su auditorio, en este caso, de un grupo de acólitos y lameculos especialistas en reir las gracias del alcalde como si de seguidores de Hugo Chávez se tratara. Ante las burlas inadmisibles en fondo y forma vertidas sobre una persona, en este caso mujer, y que ha cosechado la repulsa de las féminas de su propia formación política, no cabe sencillamente decir ahora como si tal cosa que han sido unas declaraciones "desafortunadas". Por esa regla de tres podría abrirse peligrosamente la veda del insulto y comenzar todos -con perdón- a cagarnos en los muertos de todo quisqui amparándonos en esa coletilla del infortunio en la expresión. Ya está suficientemente deteriorada la imagen de los políticos. No. Actitudes que no se llevan hace mucho tiempo y que ha costado superar no pueden estar de forma permanente (como parece que es el caso de este sujeto) en el repertirio verbal de un servidor del pueblo. Fuera.

jueves, 21 de octubre de 2010

Mineros y marinos

     Contemplando las imágenes festivas del rescate de los mineros chilenos y el radiante encuentro con sus familias, uno no puede por menos que acordarse de otros episodios donde los interesados no tuvieron la misma suerte. Al contrario de lo que ha ocurrido con los supervivientes de Atacama, con un país paralizado y volcado en su rescate sin escatimar plata ni ayuda internacional, aquellos desdichados 108 marinos rusos perecieron hace diez años en el interior del submarino Kursk a cien metros de profundidad en las heladas aguas del mar de Barents. Si recuerdan, las autoridades rusas, lejos de iniciar de inmediato el rescate, cuando todavía estaban los tripulantes con vida, silenciaron el accidente tanto a la opinión pública como a sus familiares, y rechazaron la ayuda  que les ofrecieron Noruega y el Reino Unido. Por lo visto eran más valiosos los secretos nucleares que transportaba el K-141 que aquellas vidas malditas que se fueron apagando lentamente dentro de un ataúd de acero en la soledad del Polo Norte  mientras los golpes que los supervivientes daban en el casco se hacían cada vez más imperceptibles.
   Esto da pie a pensar si el valor de la vida humana es distinto dependiendo de la latitud geográfica donde se ha nacido, porque todos sabemos también cómo son los rescates “a la rusa” en caso de secuestros masivos o revueltas separatistas en los que las fuerzas de intervención no se paran a considerar las víctimas inocentes caídas por fuego amigo, con tal de aniquilar a sus oponentes. Aun admitiendo la diferente naturaleza de estos dos sucesos, en ambos casos debió ser lo primero pensar en salvar vidas. Chile ha dado al mundo un majestuoso ejemplo de humanidad, nobleza y patriotismo al implicarse en este rescate como prioridad nacional, al grito de “¡Chi-chi-chi, le-le-le!” y ha conseguido, merced a la televisión, que cientos de millones de habitantes de este planeta conozcan ahora mejor a ese lejano país estrechito y largo.  La luz fulgurante que intuían los mineros a medida que emergían de la tiniebla de su encierro ha borrado definitivamente a los ojos del mundo  la oscura sombra que el espectro de Augusto Pinochet todavía proyectaba sobre el conocimiento del país andino. Mientras, a los familiares de los marinos del Kursk, cuyo silencio fue comprado por el Kremlin, solo les queda depositar a escondidas, en cada aniversario, unas flores en el monumento levantado en San Petersburgo para honrar una memoria manipulada y falsa.