Pasaron definitivamente los años dorados en los que una de las preguntas más socorridas para afrontar un intento de ligue en la discoteca o a la salida del cine era aquel trillado: ¿estudias o trabajas? Y dependiendo de la respuesta, uno podía acomodar el curso de la conversación hacia los derroteros adecuados, pues todos, invariablemente, estudiábamos o trabajábamos. Se daba por hecho que, a falta de recursos o dotes intelectuales suficientes para continuar en el sistema educativo, buscarse pronto las habichuelas era una prioridad ineludible. Crecimos en aquella convicción inquebrantable y recuerdo ahora infinidad de amigos o conocidos de ambos sexos que, una vez fuera de las aulas, eran desde muy jóvenes aprendices, recaderos, dependientas o chachas. No es este el mejor espacio para hacer un análisis sociológico exhaustivo de por qué se ha producido una reversión tan drástica en la realidad juvenil de nuestro país. Varios datos estadísticos publicados recientemente deben hacernos reflexionar seriamente. Por un lado, las cifras del informe PISA para los países de la OCDE nos sitúan en los últimos lugares en el ranking que evalúa el índice de fracaso escolar. Consecuencia de lo anterior es un dramático 35% de abandono educativo, que a su vez se traduce en un 15% de jóvenes sin trabajo ni estudios: más de 750.000 personas de 18 a 34 años, que teóricamente deberían engrosar las filas de un esperanzador tejido productivo o de profesionales de alta cualificación en formación, dependen todavía económicamente de sus padres, con una absoluta falta de motivación para encarar su futuro. Es la llamada “generación ni-ni”, cuya tendencia va en fatal escalada.
Para explicar esto se han buscado las excusas de los inmigrantes o la crisis, cuando estamos ante un fenómeno muy anterior a la irrupción de estos factores. Parece claro que esta generación ha medrado sustancialmente en la época de vacas gordas y ha crecido cómodamente con mesa puesta y ropa doblada en el armario. La perspectiva de irse de casa y no gozar del nivel de vida disfrutado hasta ese momento hace a muchos jóvenes mostrar un rechazo frontal tanto al mileurismo como a continuar con una formación que no gozará de reconocimiento en muchos casos. Pasar de caballo a burro siempre fue incómodo. Y echar la culpa de esta situación a “la sociedad” para diluir responsabilidades es un recurso demasiado fácil. La culpa es nuestra, de la generación “pre ni-ni” y del sistema que nosotros mismos compusimos: siempre creímos en un mundo mejor para ellos y anticipamos en casa un estilo de vida con satisfacciones sin esfuerzo que ahora chocan frontalmente con dificultades impensables fuera de casa. Cuando esa visión se resquebraja (porque tienen pocas expectativas, tendrán ocupaciones más precarias, trabajarán más años y con menos pensiones), es ya tarde para decirles que dejen de coger nuestro coche y fumarse nuestro tabaco. Y para los gobiernos, que se han visto abocados a abortar el soñado “estado del bienestar” antes de disfrutarlo como es debido, es igualmente difícil enderezar con leyes tendencias sociales torcidas. Los jóvenes que no estudian ni trabajan, afortunadamente no son todos. Pero los veo mal.
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