El infante ascendía por la cuesta empedrada dando grandes zancadas y balanceando la cabeza acompasadamente para ayudar a llevar en una mano la pesada cartera de cuero, ya ajado y ennegrecido por ser heredada de su hermano mayor. La otra mano igualmente entumecida por el frío descansaba en el bolsillo, aprietando la canica de barro que casualmente allí encontró. No era una disposición de los miembros muy apropiada para el avance y, además, al doblar la esquina de la Casa del Sol fue azotado inmisericordemente por el viento gélido y potente de diciembre que siempre se enseñoreaba en esta época de la plazuela; pero impertérrito, el niño continuó su marcha entrecerrando los ojos y agachando la cabeza para, inclinándose hacia delante, adoptar una posición más aerodinámica en la que tan solo las orejas sembradas de sabañones se constituían en potente estorbo para aquel menester. El familiar rebato de las campanas de San Mateo, cuyos peculiares sones permanecían en el ambiente unos instantes, como suspendidos hasta la siguiente campanada, saludaron ya en el alto la visión de las acacias que guardaban su casa, adonde llegó al fin cruzando el portalón permanentemente oscuro. Había sido el ultimo día de clase antes de las vacaciones navideñas: clases de monotonía cantarina, recreos de “pase misí” y desayunos a deshoras con la última leche en polvo americana. Parvulario de calzonas eternas con retratos de Juan XXIII en los pasillos. Visiones impactantes en los grabados de Historia Sagrada y glorias imperiales. Misas interminables en latín que el cura –con coronilla- mascullaba de espaldas.
Dejó la cartera en cualquier sitio. Y se acomodó con fruición en la camilla de la cocina al amparo meloso del brasero de picón, ahora pujante y agresivo porque alguien había echado una “firma” con la badila. Su pijama se calentaba en la alambrera. Genial. ¿Qué preocupaciones pueden permitirse y conseguir perturbar la mente de un niño? Ninguna. Al día siguiente saboreó bajo las mantas la placentera prórroga de sueño que supone no levantarse a la hora habitual, con éxtasis añadido en el duermevela. Vagamente llegaba a la alcoba la musiquilla del primer diario hablado de Radio Nacional de España; después, el inconfundible soniquete de los niños del colegio de San Ildefonso al cantar los números. No cabía ninguna duda de que era Navidad. Con sabañones y sin televisión, pero Navidad. Y había que hacer el belén, poner el corcho y el musgo de todos los años, buscar el pozo, las ovejas y el pastor manco, la lavandera y el Niño Jesús que nunca aparecía entre la paja que protegía las figuras. Buscaría en el desván la pandereta e intentaría portarse muy bien, porque los Reyes estaban de camino y el triciclo de madera, ya roto.
Hoy he vuelto a escuchar, cuarenta y cinco años después, las mismas campanas de San Mateo. El viento suena exactamente igual. Me he sorprendido a mí mismo entrecerrando los ojos, pero ya no están las acacias junto al portalón, y aquel niño debe estar muy escondido en algún recóndito lugar de la corteza cerebral. Sin embargo, todos los años le brindo la oportunidad de salir y de infundir una pequeña dosis de ilusión y de inocencia, por aquello de las preocupaciones. El sabor del mazapán me transporta en el tiempo como una máquina de Isaac Asimov. Inténtenlo también ustedes. Y Feliz Navidad.
No hay comentarios :
Publicar un comentario