No sé ahora, pero hace algunos años todos éramos catalogados usando parámetros dicotómicos que inevitablemente tenían mucho de maniqueísmo, porque la educación desde la niñez incide mucho en eso: niño bueno o niño malo. Después, todos hemos sido altos o bajos y en función de ello (al menos en mi época) se bromeaba con lo del pelargón. De gordos y flacos ya he hablado otras veces. Se podía ser también listo o torpe, simpático o antipático y era importante igualmente saber si nos las veíamos con ricos o con pobres, nuestros padres nos preguntaban a menudo sobre ello. La pubertad, aquella pubertad tan lejana, trajo a nuestro catálogo nuevas categorías clasificatorias, donde comenzaba a adquirir protagonismo una incipiente estética con solo dos conceptos: guapas y feas. Pero sobre todo, en esta etapa de la vida, en este orden establecido sin mayor complicación de matices, donde todo parecía ser blanco o negro se planteaba con toda su crudeza una elección que nos marcaría para la adultez, o al menos eso pensábamos, pues una vez que se difuminaran por una natural pérdida de valor todas aquellas dicotomías, seguiríamos siendo para los restos de ciencias o de letras, uniéndose esta categoría a los siguientes estigmas de los mayores: de izquierdas o de derechas, casados y solteros…
Así fueron las cosas durante mucho tiempo, con el mundo dividido casi al cincuenta por ciento de esta forma bipolar (o tal vez las cosas siempre fueran mucho más complejas, pero era cómodo adoptar una óptica simple para no complicarse la existencia). Pero la tecnología comenzó su devastador dominio del universo productivo truncando el equilibrio anterior y se produjo un fenómeno parecido al que acaece en el mundo de la moda femenina, donde las feas lo tienen claro. Los profesionales que hacen prosperar la economía, y por ende la marcha del mundo, son invariablemente ingenieros, econonomistas, físicos, técnicos en lo que sea e informáticos y además no importa que tengan faltas de ortografía. Fue el comienzo de la relegación de las Humanidades a un plano cuasi-marginal donde ser de letras dejó de estar bien visto. Saber quien fue Homero o en qué consiste el barroco no hace avanzar especialmente la economía mundial. Y también a otros niveles se resquebrajó la óptica dualista que citaba al principio para convertirse en una unilateralidad excluyente: a toda costa hay que ser rico y guapo, no importa a cuántos pobres y feos dejemos en el camino, donde también van quedando los de letras. Es la senda espinosa en la que el humanismo, la cultura y el saber son absolutamente intranscendentes para las cuentas de resultados de las empresas, razón por la cual se han reducido drásticamente (hasta en un 61%) las carreras humanísticas en la universidad española ante la convergencia con los planes continentales.
Craso error, al parecer imparable, el de prescindir de conocimientos eternos de los que se extraen los fines de la vida, las bases de la crítica, los gérmenes de la creación y el pensamiento humanos. Como decía el profesor Fernando Savater, (llamado con razón azote de estúpidos) en su obra “el valor de educar”, no todo van a ser conocimientos instrumentales a corto plazo. Debe haber algo más. No se puede perder jamás la concepción humanista, que incluso debería estar en todas las materias, incluidas las de ciencias. Qué bonito sería que todos, guapos y feos, ricos y pobres, listos y torpes supieran mirar un cuadro o escribir un poema.
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