Todavía ignoro si a nuestra generación le está tocando realmente vivir todos los marrones planetarios como una maldición bíblica omitida en los libros sagrados o es que nos están llevando al huerto haciéndonos creer en la misión, también profética, de enderezar los rumbos torcidos de la Historia. Me explico: cuando cayó el muro de Berlín, en 1989, la opinión pública mundial comenzó a airear aquello de que habría un antes y un después de este suceso. Y, en efecto, fuimos inevitables espectadores de un cambio drástico en la situación geopolítica mundial con el fin de la guerra fría y del mundo bipolar. El derrumbe de la URSS hizo emerger como potencia hegemónica y justiciera con oscuros intereses a los Estados Unidos, como se vio de inmediato en la Guerra del Golfo. Pero hete aquí que llega el 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, como cabía esperar, y con renovados tintes apocalípticos, marca un nuevo antes y un nuevo después, donde la omnipotencia americana recién estrenada se resquebraja; y asistimos a la deslocalización de las tensiones islámicas y a la aparición de inéditas guerras psicológicas globales sin un territorio específico donde librarse, cosa que no ocurría antes. Esa barbarie ambulante nos salpicó aquí el 11-M brutalmente. El mundo ya no es el mismo, es cierto. Malamente recuperados de estos cambios perniciosos, llega la crisis económica, que los gurús del gremio se apresuran a calificar como la peor desde la Gran Depresión y que, claro, marcará un antes y un después. Pero bueno; ¿qué hemos hecho para merecer esto? Todo apunta a que tras la crisis (cuyos tentáculos están abarcando más espacios de los previstos) los ricos serán los mismos que antes, mientras que los pobres, por el contrario, serán muchos más en número, y más menesterosos en haciendas; en eso parece consistir el después. Para colmo, la diplomacia mundial, cuyo cometido siempre fue el atemperar tensiones planetarias, conoce ahora un antes y un después de los papeles de Wikileaks, generando una desconfianza sistémica.
Pero es que los antes y los “despueses” de eventos traumáticos nos invaden y aparecen ya a cualquier nivel. Ya he oído por ahí que la crisis de los controladores aéreos españoles marcará también “un antes y un después” en los modos y cauces de las negociaciones de convenios, generando a su vez un antes y un después de la existencia de colectivos de élite. Y también existirá un antes y un después en el asunto sangrante del dopaje deportivo tras el bombazo de la implicación de Marta Domínguez. Posiblemente, a medida que uno va cumpliendo años es estadísticamente más probable asistir a sucesos que nos cambian los esquemas con esa frustrante disposición aparejada de adverbios de tiempo; por eso añoro las épocas doradas y lejanas donde todo fluía con la tranquilidad predecible y suiza de un tic-tac. Y nuestra generación, que ha tenido la rara fortuna de situarse en el epicentro de todos los seísmos pre y post lo que sea, sigue esperando pacientemente el antes y el después del remedio contra el cáncer; el antes y el después de cuando había hambre en el mundo… Pero eso –parece- lo olvidó también Nostradamus.
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