miércoles, 17 de junio de 2020

La guerra de las estatuas


   El día menos pensado aparece en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida la cabeza de Julio César pintada de rojo, como reivindicación de grupos antirracistas indignados por los injustos honores que todavía se tributan a exterminadores como César, que en opinión de algún descendente lejano de Viriato, inventó guerras destructivas en Hispania contra cántabros, astures y lusitanos, con el exclusivo objeto de obtener prebendas en Roma. Y tampoco  sé qué pinta todavía en el Museo Nacional de El Cairo una estatua de Alejandro Magno nada menos que vestido de faraón, si precisamente el genocida macedonio amplió su imperio a costa de anexionarse Persia, Mesopotamia y Egipto en sangrientas campañas con absoluto desprecio de los derechos raciales de sus respectivos pueblos. Mucho está tardando también en Gijón en ser derribada la estatua de Don Pelayo, al igual que la del Cid en Burgos, símbolos de la ira islamofóbica por parte de esos nobles militantes antirracistas que consideran inconstitucional el apellido “Matamoros” por ser contrario al espíritu del capítulo segundo, artículo catorce, de la Carta Magna. ¿Y qué decir de Isabel I de Castilla? Es increíble que las estatuas levantadas en su memoria en numerosas ciudades de nuestro país sigan  todavía intactas teniendo en cuenta que su presencia constituye una vergüenza para la Historia por tratarse de la primera gobernante antisemita, precursora de posteriores holocaustos.


     En el Louvre pervive incomprensiblemente una estatua ecuestre de Carlomagno, antecedente y fundador de las muchas guerras que han asolado a Europa a lo largo de la Historia generando millones de víctimas. De manera análoga no se explican las estatuas erigidas en recuerdo de Napoleón Bonaparte, aquel tirano y déspota que conquistó y mantuvo el poder por la fuerza sumiendo al continente en el caos y la muerte, ejemplo universal de nepotismo al colocar a sus hermanos como reyes de territorios conquistados.

   Pero de momento las primeras efigies que han rodado de verdad por el suelo, han sido escondidas o lucen en su rostro el rojo vengativo del rechazo son las de Colón, Pizarro o Cortés, actuación incluso  aplaudida en nuestro país por  quienes consideran que la Declaración de Derechos Humanos de la ONU debería aplicarse con carácter retroactivo de dos mil años, y siguen echando en falta una suerte de “Ley de Memoria Histórica Universal” que elimine cualquier símbolo de opresión, desde Ramsés II y Atila hasta nuestros días. 

   Por no alargarme demasiado, en EEUU -donde la memoria de Colón está siendo aniquilada físicamente- la primera estatua que habría que destruir según sus propios criterios es esa que está en el puerto de Nueva York; sí, la de la Libertad, en cuyo nombre masacraron a millones de seres humanos en Corea, Vietnam, Camboya, Irak o Afganistán. Sin embargo, ahí están también incólumes los venerados iconos de Truman y Kennedy.

  ¿Nos dejamos ya de tonterías? Reivindiquemos justicia para George Floyd, censuremos como merece la brutalidad policial y consigamos en todas partes leyes que lo impidan, pero dejemos en paz a la Historia y no utilicemos esta muerte para levantar un monumento mundial a la simpleza y la estupidez.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Desde mi retiro


   Hace un siglo y medio, Gustavo Adolfo Bécquer se recluyó junto a las ruinas del monasterio de Veruela, en la Sierra del Moncayo, para intentar fortalecer su maltrecha salud. En ésta época (1864) vieron la luz sus cartas “desde mi celda”; así describía Bécquer su entorno, que también le inspiraría para escribir la leyenda “Rosa de pasión”: “no hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas; el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular, que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.” Quién le iba a decir al poeta sevillano que andando el tiempo todo un país y aun parte del mundo tendría que recluirse indefinidamente de forma obligada para escapar de una maldición bíblica. ¿Qué espeluznante leyenda no saldría entonces de su pluma trémula?

   Escribo con sosiego estas líneas en un confín de la España vaciada (confinado, por tanto), ahora un privilegiado retiro para estos tiempos tenebrosos. He recordado a Bécquer porque dos golondrinas  han irrumpido con su alegre gracejo, ignorando mi presencia, en busca del rincón del porche donde anidan invariablemente cada año, como aquellos que colgaban del balcón amoroso de su poema. Desde aquí puedo mirar largamente el horizonte, esos anchos campos que ya amarillean de paniquesitos como un descuidado cuadro de van Gogh  con manchas de encinas que enmarca a lo lejos, hacia el sur, el ribete azulado de la Sierra de Santa Marina. De las ciudades han huido en estampida los ruidos de cláxones y motores, sirenas de fábricas y algarabía de colegios; pero aquí permanece con su orden eterno la sinfonía aparentemente deslavazada de siempre, donde el gemido de las tórtolas se combina con zumbido de abejas y conciertos de petirrojo. Desde aquí se divisan también, en otra dimensión, las grandezas y miserias que trascienden de cualquier espacio físico, esas cosas que pasan al margen de los sentidos: la grandeza de una población sacudida por esta inesperada calamidad, pero solidaria y disciplinada, generosa y fuerte, de la que son exponentes los sanitarios, fuerzas de seguridad, operarios de limpieza, panaderos, transportistas, periodistas, quiosqueros, empleados de supermercados y cualquier otro gremio que con su actividad expuesta, hacen llevadero nuestro confinamiento. También yo salgo a aplaudirles cada noche, y escucho cómo mi ovación huérfana se va perdiendo lentamente en el silencio quieto que a esa hora ya domina las sombras brumosas del Valle del Alagón.
 
Pero aquí también se perciben, por desgracia, las miserias de quienes han encontrado en esta catástrofe un poderoso pretexto para medrar en sus  aspiraciones políticas, conformando esa nauseabunda regata donde es posible remar en sentido contrario, incluso poner palos en las ruedas del carro donde vamos todos. Sí, junto al piar rutinario de los pardales, como diría Chamizo, percibo también el oportunismo soez de los advenedizos, que con su impaciencia son incapaces de relegar las críticas a un momento más propicio, y con ello contribuyen a impedir que regresen aquellas golondrinas becquerianas que su vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres. Es evidente que estamos en un estado de guerra. Vayamos ahora a una y dejemos las miserias para la paz.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Teletrabajo


La extensión global de Covid-19 y el temor a contagios masivos puede estar anticipando una práctica empresarial que ya se vaticinaba creciente para dentro de unas décadas. Enviar a los trabajadores a su casa para desarrollar funciones análogas a las desempeñadas en un centro de trabajo es posible ya para muchas empresas, incluida la Administración Pública. Ya vivimos hace tiempo la desaparición paulatina de oficinas presenciales de información y servicios (y hasta bancarias) y la sustitución de éstos por centros virtuales, páginas web, cajeros automáticos o un simple número de teléfono, sin necesidad de que ninguna epidemia lo aconsejara. Y no hablemos del mundo de las compras. Recordamos con nostalgia cuando íbamos a la Telefónica, o a sacar un billete de tren a la oficina de Renfe o a retirar mil pesetas de la cartilla por ventanilla. Pues esto es una extensión de la misma tendencia con la que incorporaremos nuevas añoranzas.
    ¿Cuántos trabajadores hay que pasan prácticamente toda la jornada laboral frente a un ordenador en su oficina? ¿No podrían desarrollar la misma función en otro lugar como si llevaran a cabo una cuarentena permanente estando sanos? Las tecnologías de la información permiten que sigan existiendo objetivos, supervisión, chats o reuniones virtuales. Los costes empresariales, de producción y de mantenimiento de locales se reducen notablemente. Se elimina el absentismo y –dicen- aumenta la productividad. En definitiva se valora más el trabajo realizado que el tiempo de permanencia en una oficina. Los trabajadores encuentran además conciliación de vida familiar, menor estrés, horario flexible y calidad de vida.

   Ahora bien, esta idílica práctica no deja de ser una rémora más para las ya muy maltrechas relaciones personales de nuestra época, para la colaboración entre empleados, para vencer el sedentarismo. Y pueden crear conflictos familiares. Y constituir una excusa para trabajar sábados y domingos. Y potenciar el aislamiento. Porque no todo habría que contemplarlo en clave de  ahorro de costes; aunque mucho nos tememos que el coronavirus esté actuando como poderoso pretexto para dulcificar con el teletrabajo las cuentas de resultados y así nivelar los descensos en ventas. Cuando esto de la posible pandemia pase (como todos esperamos, aunque tal vez lleve tiempo), comprobaremos cuántos trabajadores enviados a sus casas regresan a la oficina. Es posible que la oficina ya no esté.
    Desde que he empezado a escuchar esto de las desubicaciones de empleados, estoy valorando más aquellas tareas que serán difícilmente teletrabajadas. He visto cómo el jardinero preparaba con mimo los pensamientos en los parterres para la primavera. El médico escucha mis dolencias y me dice saque la lengua y diga ah. El empleado de la limpieza me ha dado los buenos días mientras barría las hojas del limonero que dan afuera. Los profesores suscitan el debate en clase sobre la metafísica de Kant. Con el tiempo serán contados reductos de autenticidad en ese mundo perdido de las cartas con sellos y las tiendas de ultramarinos.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Ecologismo heroico



     Hace mucho tiempo, durante un viaje a Canarias, tuve la fortuna de contemplar el vuelo de un Danaus plexippus, más conocido como “mariposa monarca”, especie oriunda del sur de Canadá y Estados Unidos, cuyos primeros avistamientos en Madeira y archipiélago canario datan del siglo XIX, al parecer  debido a orugas alojadas en barcos mercantes. Esta bella mariposa es muy conocida por sus espectaculares migraciones masivas, cuyas emblemáticas imágenes cada año son recurrentes y similares a las que también se difunden en primavera de nuestros cerezos en flor del valle del Jerte.
   He recordado este episodio, que prolongaba gozosas experiencias infantiles en relación a los lepidópteros, al conocer la noticia del asesinato a machetazos en México de Homero Gómez, ambientalista defensor del hábitat de este insecto y por este motivo enfrentado con los intereses de la tala ilegal de árboles. ¿Pero se puede morir por proteger a un bicho? Parecería más propio pensar que la vida se pierde más provechosamente por defender ideales patrióticos o en todo caso, salvaguardar la vida de seres humanos. Pero no. El dinero que se mueve en mafias, ya sean de deforestación, minería o cualquier otra actividad ilegal destructiva del medio ambiente solo entiende de eliminar lo que estorba para sus fines delictivos. Seguro que recuerdan aquella película “Gorilas en la niebla” que narraba la historia de Dian Fossey y sus más de veinte años investigando las costumbres de los gorilas en las montañas Virunga, en Ruanda. También fue asesinada por cazadores furtivos, en este caso por la defensa de un bicho un poco más grande. Esta fue la última anotación en su diario: “Cuando te das cuenta del valor de la vida, uno se preocupa menos por discutir sobre el pasado, y se concentra más en la conservación para el futuro”. Ese futuro para los gorilas, como el de las mariposas monarca, la guacamaya roja o los monos aulladores costó la vida de sus valedores. No son casos aislados. La ONG Global Witness cifra en más de mil los ecologistas asesinados en la última década. ¿Y murieron por una buena causa? ¿Mereció la pena su sacrificio? Ignoramos qué criterios determinan el tamaño de la causa por la que merece la pena morir, si es que hay una línea que lo delimite. Que un hombre muera por una causa no significa nada en cuanto al valor de la causa, dijo Oscar Wilde. Velar por  la conservación de la biodiversidad puede ser para muchas personas una cuestión secundaria o accesoria, seguramente por estar muy mal informados. Ya empezamos a saber qué pasaría si desaparecieran las abejas y otros insectos: Einstein decía que nos quedarían cuatro años y no iba descaminado. La conservación de las especies en realidad resume lo que significa perpetuar el planeta donde habitamos nosotros y las generaciones venideras. Y quien muere por ello es un verdadero  héroe, aunque no se erijan estatuas.