miércoles, 30 de mayo de 2018

La enseñanza, profesión de riesgo


La clase olía  a ajo. Alguien había dicho que frotándose las manos con esta hortaliza se mitigaban  los picores al recibir el castigo con la vara maldita de Fray Tomás. El sonido unísono  de todos los alumnos poniéndose en pie cuando hacía su entrada en clase el  profesor lo experimenté con posterioridad en el campamento de reclutas cuando el sargento mandaba firmes en formación. Los pasillos estaban flanqueados por pequeños nazarenos de rodillas expulsados de las aulas, que cumplían su penitencia flagelante cuchicheando entre ellos proyectos de venganza irrealizables. De nada valía relatar nuestras cuitas en casa porque al parecer los colegios ejercían su disciplina por delegación paterna en un conciliábulo  padre de todas las indefensiones.
     Quién nos iba a decir entonces que, andando el tiempo, muchos alumnos  no llegan a casa a las diez, sino a la mañana siguiente,  mandan a los padres a freír espárragos y a los profesores un poco más allá. La órbita social en la que ahora gravitamos no es la más propicia para que los alumnos comiencen a llamar de usted al profesor, porque los respetos se ganan y se pierden en función de dinámicas sociales de insondable control, donde es difícil modificar valores que solo obedecen a inercias de comportamientos extremadamente arraigados. Ciertos padres no son ya copartícipes en la educación de sus hijos, sino enemigos de los profesionales de la enseñanza; y ha tenido que surgir la figura del Defensor del Profesor ante el aumento exponencial de acosos,  vejaciones y agresiones  por parte alumnos (que hasta cuelgan en Youtube secuencias humillantes hacia los maestros), pero también de padres, que crean grupos de whatsapp para desprestigiarlos. Proliferan los maestros y maestras de baja laboral sin atreverse a ir a clase y enfrentarse a un ambiente hostil donde no se respeta ni su presunción de veracidad, como marca la ley que los considera (utópicamente) autoridad pública. Dicho esto, en modo alguno se justifica que algún enseñante se extralimite –porque también se dan casos-, para eso están los protocolos y procesos sancionadores, aunque no siempre la Administración elude la presión mediática que ejercen los padres para que dichos procesos sean efectivos y no se vicien desde el inicio.
     Es evidente que la sociedad ha perdido la virtud del término medio y nos conducimos dando bandazos entre el exceso y el defecto, como en las letras de las canciones, que pasaron de la prohibición de la censura a poder solicitar impunemente “matar a un puto guardia civil”.
     Nunca fue admisible que la letra entrara con sangre, pero el vuelco que se ha producido en la educación hacia el extremo opuesto requiere una reflexión serena. La enseñanza, que cada vez exige mayor preparación, no puede ser un oficio de riesgo donde los profesionales, lejos de encontrar el apoyo y la comprensión de la sociedad, se sientan cuestionados y señalados con el dedo acusador de un proteccionismo exacerbado  hacia el alumno (que muchas veces no le beneficia) que recuerda precisamente a los excesos contrarios de antaño.

jueves, 24 de mayo de 2018

Reflexiones de mayo


   Hace  tiempo, cuando en la escuela había clases de niños y clases de niñas (aunque no se dijera portavoces y portavozas) mayo era el mes de María y se cantaba aquello de “venid y vamos todos” ¿recuerdan?;  la monja, con gesto severo, hacía ondear su mano en un vaivén cadencioso como un director de orquesta que ha perdido la batuta. Además de los cánticos y el acopio de flores, recuerdo que también había que hacer una lista de sacrificios y obras piadosas para ofrecer a la Virgen. De entre aquellas privaciones inducidas para ser merecedor de gracias divinas solo me acuerdo de una: quedarme un día sin merendar pan y chocolate para solidarizarme con los negritos de África. Aunque con esta renuncia temporal nunca se sentían los aguijones del hambre, era un sacrificio muy recurrente y válido, al parecer, para conciencias en formación.
     Han transcurrido muchos meses de mayo desde aquellos lejanos tiempos y casi todos nos hemos anclado en esos “sacrificios” simbólicos y estúpidos, muy apropiados, por otra parte, para conciencias que tampoco han evolucionado al mismo ritmo que las ambiciones, como si estuvieran aquejadas por uno de esos déficits del crecimiento. La búsqueda de la comodidad y la riqueza nos ha ido haciendo cada vez más insensibles a las miserias de otras latitudes, donde la Humanidad atesora todas las penurias imaginables poniendo de manifiesto un reparto tramposo donde hemos salido ganando. Y el sacrificio se reduce, en el mejor de los casos, a enviar desde el móvil veinte euros a una cuenta abierta para Birmania mientras apuramos el cubata en el chiringuito.
     Pero también hemos ido adquiriendo una palpable incapacidad para solidarizarnos con las miserias más próximas,  las que tenemos al lado, en la cola del banco de alimentos, en el parque o en el 4º A de nuestro propio bloque, ese al que van a desahuciar.  Algunos defensores de los pobres han decidido en mayo que vivir  como potentados no contraviene especialmente sus principios, que ejercer el capitalismo más galopante es compatible con la lucha de clases siguiendo el ejemplo de Rouco Varela y su ático.
     Este mes de mayo se cumplían cincuenta años de aquel otro del 68 en el que se intentaron cambiar las estructuras de una sociedad que, entre otras cosas, se había olvidado de los más débiles. Hoy algunos de los nietos de aquel mayo  dejaron de hablar de la casta cuando decidieron que no era tan malo formar parte de ella.
     Estar en la tumbona de un jardín propio de 2.350 metros cuadrados con el puño en alto debe constituir un eficaz exorcismo que ahuyenta al fantasma de los bolcheviques que quieran levantar la cabeza. Definitivamente, sufrimos una interesada incapacidad para ser consecuentes con el infortunio ajeno, incluso aquellos que eligieron ser punta de lanza contra la injusticia social. Es como una tara llevadera que nos proporciona la pensión vitalicia del hedonismo. José Mujica decía en mayo de 2013 que la austeridad era una lucha por la libertad, pero estaba loco. Por eso no se predica ya con el ejemplo, sino con la dialéctica sucia de la mentira. Pobres votantes engañados, pobres bases manipuladas.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Pureza de sangre


     El mercado laboral de nuestro país, a pesar de que las cifras de desempleo se han dulcificado desde los grotescos guarismos de los momentos más álgidos de la crisis económica, sigue adoleciendo de incapacidad para absorber las promociones de nuevos titulados universitarios, muchos de los cuales se ven abocados a encontrar su destino profesional en otros países. Se ha escrito ya mucho sobre lo que supone esta verdadera sangría de un segmento pujante y con formación, la parte más prometedora de la sociedad, joven y con capacidad de procrear. Somos, cada vez más, un país de viejos incapaces de ofrecer verdadera estabilidad a  nuestros futuros profesionales, en cuya formación se han invertido unos recursos que no nos sobran precisamente.
     Nuestros jóvenes ingenieros o sanitarios marchan pues a otros países, muchas veces con solo rudimentos del idioma de destino en la confianza de que la interacción en sus respectivos cometidos posibilite su dominio en breve plazo, como de hecho se produce siempre. Si grotesca es esta fuga de cerebros, no sabríamos cómo calificar el hecho de que dentro de nuestro propio país se rechacen a estos profesionales por cuestiones idiomáticas, algo que no hace Irlanda, Reino Unido, Portugal o Alemania. Parece que la señora Armengol quiere hacer de la comunidad balear una especie de franquicia de la Catalunya separatista más casposa, esa que exige pureza de sangre y ha empezado por no admitir profesionales que no dominen adecuadamente el catalán. Como si la capacidad de ser un buen especialista o cirujano se viera mermada por esta cortapisa idiomática inconcebible en un territorio donde, por cierto, el idioma oficial es el castellano. Resulta ya que cambiar de comunidad autónoma tiene consecuencias más frustrantes que marchar al extranjero. Además, ¿no dice la Constitución en su título I “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.?
     En la última promoción de médicos M.I.R., en la que hace poco los hospitales catalanes constituían el destino predilecto, se ha visto cómo las preferencias de los jóvenes titulados se han decantado por otros lugares. Por distintos motivos, en los concursos de traslados de policías quedan allí vacantes el 90% de las plazas, que deberán ser forzosamente cubiertas por personal de nuevo ingreso, como ocurría en el País Vasco en los tiempos sangrientos de ETA.  Y no parece importar que abandonen aquellas fronteras profesionales de élite ni empresas pujantes, que a buen seguro seguirán marchándose tras los principios dialécticos de ese nuevo President con cara de cartón, que ahora pretende borrar de su ADN su pasado comunicativo supremacista y excluyente (razones precisamente por las que ha sido elegido a dedo).
     Hubo un tiempo en el que para mí la azada era una herramienta extemporánea, hasta que me las vi ante surcos para habas y  agujeros para patatas; pero ahí estuvo siempre, en el rincón del desván.  Pues el artículo 155 debería de dejar de ser solo un recurso excepcional escondido en un cajón y convertirse en un habitual instrumento de reconducción hacia el cumplimiento de la principal norma de convivencia, mientras los quebrantos sigan siendo también habituales, sea en el sitio que sea.