Hace
tiempo, cuando en la escuela había clases de niños y clases de niñas
(aunque no se dijera portavoces y portavozas) mayo era el mes de María y se
cantaba aquello de “venid y vamos todos” ¿recuerdan?; la monja, con gesto severo, hacía ondear su
mano en un vaivén cadencioso como un director de orquesta que ha perdido la
batuta. Además de los cánticos y el acopio de flores, recuerdo que también
había que hacer una lista de sacrificios y obras piadosas para ofrecer a la Virgen.
De entre aquellas privaciones inducidas para ser merecedor de gracias divinas
solo me acuerdo de una: quedarme un día sin merendar pan y chocolate para
solidarizarme con los negritos de África. Aunque con esta renuncia temporal
nunca se sentían los aguijones del hambre, era un sacrificio muy recurrente y
válido, al parecer, para conciencias en formación.
Han transcurrido muchos meses de mayo
desde aquellos lejanos tiempos y casi todos nos hemos anclado en esos
“sacrificios” simbólicos y estúpidos, muy apropiados, por otra parte, para
conciencias que tampoco han evolucionado al mismo ritmo que las ambiciones,
como si estuvieran aquejadas por uno de esos déficits del crecimiento. La
búsqueda de la comodidad y la riqueza nos ha ido haciendo cada vez más
insensibles a las miserias de otras latitudes, donde la Humanidad atesora todas
las penurias imaginables poniendo de manifiesto un reparto tramposo donde hemos
salido ganando. Y el sacrificio se reduce, en el mejor de los casos, a enviar
desde el móvil veinte euros a una cuenta abierta para Birmania mientras
apuramos el cubata en el chiringuito.
Pero también hemos ido adquiriendo una
palpable incapacidad para solidarizarnos con las miserias más próximas, las que tenemos al lado, en la cola del banco
de alimentos, en el parque o en el 4º A de nuestro propio bloque, ese al que
van a desahuciar. Algunos defensores de
los pobres han decidido en mayo que vivir
como potentados no contraviene especialmente sus principios, que ejercer
el capitalismo más galopante es compatible con la lucha de clases siguiendo el
ejemplo de Rouco Varela y su ático.
Este mes de mayo se cumplían cincuenta
años de aquel otro del 68 en el que se intentaron cambiar las estructuras de
una sociedad que, entre otras cosas, se había olvidado de los más débiles. Hoy
algunos de los nietos de aquel mayo
dejaron de hablar de la casta cuando decidieron que no era tan malo
formar parte de ella.
Estar en la tumbona de un jardín propio de 2.350
metros cuadrados con el puño en alto debe constituir un eficaz exorcismo que
ahuyenta al fantasma de los bolcheviques que quieran levantar la cabeza. Definitivamente,
sufrimos una interesada incapacidad para ser consecuentes con el infortunio
ajeno, incluso aquellos que eligieron ser punta de lanza contra la injusticia
social. Es como una tara llevadera que nos proporciona la pensión vitalicia del
hedonismo. José Mujica decía en mayo de 2013 que la austeridad era una lucha por la libertad,
pero estaba loco. Por eso no se predica ya con el ejemplo, sino con la dialéctica
sucia de la mentira. Pobres votantes engañados, pobres bases manipuladas.
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