Paulo Coelho dijo en cierta ocasión que cuando vemos siempre a las mismas personas terminamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas. Y esas personas pueden estar en el autobús compartiendo trayecto o, sencillamente, tomando café a nuestra misma hora. La historia del Gran Café es un compendio de miles de episodios personales que tuvieron lugar durante más de un cuarto de siglo bajo la decoración clásica de este entrañable establecimiento cacereño, que ha cerrado sus puertas la semana pasada. Los motivos no nos interesan (asuntos de dinero, supongo). El devenir sociológico de una ciudad puede estudiarse desde muchos puntos de vista, y las cafeterías, como puntos estratégicos de encuentro social, deben ocupar un lugar preeminente como generadoras de datos inestimables. Cuántas anécdotas, cuántas confesiones, cuántos proyectos se habrán intercambiado a lo largo del tiempo en el recoleto espacio humeante donde es protagonista una taza de café. El Gran Café subsistía heroicamente a los cambios de diseño hosteleros siendo heredero de unos estilos fenecidos que se llevó el tiempo y las prisas, como ya le ocurriera al Café Toledo, el Avenida o el Jámec. La tertulia en las tardes de invierno todavía tenía cabida en el Gran Café, como una usanza decimonónica expulsada de las costumbres al uso y transmutada en el tiempo como por excepción, que buscaba anhelante un espacio físico para perpetuarse; y aquí lo encontró. El cierre del Gran Café se ha llevado, entre otras muchas cosas, el recuerdo de mis padres en su última etapa, siempre en la misma mesa, compartiendo silencios prolongados y esas confidencias archisabidas, pero que encuentran un motivo feliz de originalidad cuando se emiten en un lugar público, con un café y unas pastas como acompañantes.
“Gran Café” podría ser el título de una película de Juan Antonio Bardem, como lo fue “Calle Mayor” con sus protagonistas y actores secundarios, con sus historias de amor y odio. Allí muchos descubríamos la realidad cada mañana en ese placentero encuentro con el periódico que acaba de dejar el cliente de al lado, y pasar las hojas con la frívola combinación que supone hacer coincidir las guerras, accidentes y muertes con un churro mojado en la taza. El Gran Café -sin televisión y con limpiabotas- fue un oasis postrero a salvo de estridencias y decibelios, con unos camareros uniformados y afables que rezumaban profesionalidad y que contribuían a crear en el cliente esa placida sensación de haber llegado a un lugar como Dios manda. Su cierre incrementará el cada vez más pesado bagaje de orfandades del que está hecha la existencia. Aquellas medias raciones de migas del Gran Café tienden ya a color sepia y buscan acomodo entre las cosas extinguidas, junto a las tiendas de ultramarinos con olor a pimentón y los viajes en auto-stop.
-¿Dónde quedamos?
ResponderEliminar-En El Gran Café.
¿Quien no ha tenido esta vivencia muchas veces?
Ya se nos acabó. La pérdida de lugares tan emblemáticos como este nos hace perder identidad. Qué razón tienes Alfonso.
Un abrazo,
Pilar
Así es la vida, un contínuo de desapariciones y nacimientos, lo que ocurre es que a partir de cierta edad, según hemos conocido más cosas, parece que los adioses ganan por goleada a los holas.
ResponderEliminarUn abrazo,