jueves, 9 de diciembre de 2021

De ratas a cotorras

 

   Tendría yo unos 12 años. Mi padre me compró una pareja de ratas blancas de laboratorio, como mascotas sustitutas de aquel malogrado pato del mercadillo, fallecido de repente. La presencia de mis ratas trajo una marcada división de sentimientos; llenó de gozo mi maltrecho ánimo tras la muerte del pato, pero alteró la pacífica convivencia doméstica, enemistándome con la población femenina de la casa, pues ante la visión de las inofensivas  ratitas dio muestras de esos accesos histéricos de pánico innato que años después volví a encontrar en la universidad al estudiar las neurosis fóbicas. Los lugares de disfrute de mis ratas fueron siendo prohibidos sucesivamente: ya no podían retozar por el filo del aparador ni deambular escrutadoras por el cristal de la mesa camilla. Reposaban expectantes sobre mi hombro con la agazapada prudencia de un equilibrista octogenario. La llegada de una camada de doce desvalidos  ratoncitos es una de esas evocaciones imperecederas que todos atesoramos en algún rincón de la corteza cerebral. Sin embargo, supuso la expulsión drástica de los roedores, ya con carné de familia numerosa, a quienes hube de buscar acomodo en el desván.

      La libertad de aquella amplia estancia hizo aflorar en las ratas sus adormecidos genes salvajes y huidizos, pues bastaron un par de generaciones más para perder su antigua mansedumbre de laboratorio. La creciente población de roedores se manifestaba a grito limpio cada vez que la doméstica iba al desván a tender la ropa. Aquello tenía que terminar, y recibí un serio ultimátum. Debería haber ya más de cien ratones, que aparecían y desaparecían como una exhalación entre los trastos y recovecos de su universo postizo, sin posibilidad alguna de captura. Descarté el matarratas por parecerme contrario a la convención de Ginebra. Y el cepo usado con sus parientes pobres de pueblo me parecía un insulto para su blanca alcurnia. Morirían en combate, y una a una. Así, la escopeta pajarera tuvo un nuevo uso insospechado. Durante varias jornadas, en las tardes que pasé apostado tras unas cajas, fueron cayendo las pobres ratas despanzurradas como en una siniestra caseta de feria.


    Este episodio mortífero se encuentra alojado en el oscuro almacén de mis desmanes juveniles, como un pasado nazi que vanamente he tratado de borrar a lo largo de la vida militando en organizaciones ecologistas. Así estaban las cosas hasta que medio siglo después he visto cómo unos encapuchados con escopeta en ristre, con esa sosegada impunidad que otorga el beneplácito oficial, disparaban a diestro y siniestro matando cientos de cotorras argentinas en un parque de Madrid. De forma traumática se ha derrumbado en mi interior aquel antiguo y persistente sentimiento de culpa, pues  ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde, como dijo Stefan Zweig. Ahora son ya hombres adultos mandados por un alcalde y a plena luz del día quienes ejecutan sumariamente a cotorras sin culpa de su superpoblación, como les pasaba a mis ratas. Y este inadmisible blanqueo del crimen  ha desorientado por completo el encaje de mi secreto pecado de terrorista arrepentido.

 

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