jueves, 4 de noviembre de 2021

El secretario de Lerroux

 

     Cuando veo a mis congéneres –y a mí mismo- sumidos en la más aplastante rutina, no dejo de admirar esas vidas azarosas, donde el ingenio ha jugado siempre un papel protagonista para salir airoso de los embates cambiantes de la existencia. Debe ser inquietante cambiar de trabajo las veces que sean precisas, no porque te echen sino porque te deja de gustar lo que haces.  Hoy en día el precio de tener siempre el estómago lleno, para muchos es esa inercia insulsa de dejarnos llevar como un fardo que flota, sin poder intervenir en nuestro propio destino por miedo a perder aquello que más valoramos en este mundo: el “status”. Nunca nos ha dado por validar la máxima cierta de que el hambre agudiza el ingenio.

   Alejandro Lerroux, que llegó a presidente de la  República, tuvo al comienzo de los años treinta un secretario apuesto y achulado, que le acompañó en sus andanzas políticas por un corto espacio de tiempo. Este solo fue uno de los muchos trabajos de su secretario, de nombre Antonio, pues también recorrió la geografía española como viajante de varias casas comerciales (representante de plumas estilográficas, ahora recuerdo) usando aquellos trenes ancestrales con máquinas de vapor. 
Antonio fue poeta, novelista (escribió un delicioso relato costumbrista titulado "De tren a tren") , dibujante y hasta autor dramático. En Madrid perdió hasta la camisa tratando de estrenar en el teatro Chueca algunas de sus comedias hasta ser desplumado por unos socios desaprensivos del mundo de la farándula. Durante su estancia en Andalucía, en Villacarrillos, montó una tienda de aquellas que tenían de todo, algunas de cuyas existencias liquidó en Extremadura, revendiéndolas al  bazar "El Siglo". En la capital cacereña finalmente se asentó hasta su fallecimiento en 1967.  Fue también columnista y dibujante en el desaparecido semanario “Cáceres” de los años cincuenta donde firmaba con el seudónimo de “Perfiles” y llegó a organizar más de una exposición de óleos, aunque  con  escaso éxito.

Fue tal su penuria económica, que pagaba las consultas de los médicos con un cuadro, que aun se conservan en el domicilio de algún faultativo. Yo conocí a mi abuelo paterno ya muy achacoso, y de él solo recuerdo que tomaba bolitas de anís para engañar su prohibido tabaco. Siempre me dibujaba “monos” y hubiéramos sido muy amigos de no mediar setenta años de diferencia.

 

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