miércoles, 7 de julio de 2021

Ceuta

 

Los episodios recientes acaecidos  en la ciudad autónoma han traído a mi memoria vivencias añejas, de esas que ya se traslucen con vaguedad tras el velo tupido de las décadas. Hacía tres años de la Marcha Verde al Sahara, y Marruecos no cejaba en sus reivindicaciones territoriales sobre Ceuta y Melilla. La relación con nuestro vecino del sur siempre ha sido una amistad ficticia bajo la que existe realmente un subsuelo de hostilidad que no siempre logra tapar la diplomacia.



   Por eso contemplábamos con inquietud, desde el ferry que cruzaba el Estrecho, la silueta de la “Mujer Muerta” (en árabe, Yebel Musa) en la marroquí Sierra del Rif mientras nos aproximábamos a Ceuta cantando con falsa alegría aquello de “adiós padre, adiós madre / adiós hermanos también / me voy pa tierra africana / no sé cuándo volveré.” Nos esperaba allí una incierta permanencia de más de un año. La Policía Militar, con pocos miramientos, nos formó en el puerto, acojonándonos con unos taconazos increíbles al dar las novedades, para lo cual elevaban la pierna derecha en ángulo recto. En fila de a dos nos condujeron, petate en ristre, por la ascendente Avenida de África divisando la elevación del Monte Hacho que, en aquella época, todavía albergaba el antiguo penal militar. Los viandantes, muchos con fez y chilaba, nos miraban con indiferencia. Ya caía la tarde cuando entramos en el barrio del Hadú. Allí existía un abigarrado conglomerado de estrechas callejuelas repletas de cabarets y tugurios de inconfesable finalidad por donde pululaban, entre subido olor a sándalo, huéspedes de los diferentes cuarteles próximos: el Tábor de Regulares de Ceuta nº 3, mi destino, los legionarios del Tercio Duque de Alba, los “pistolos” del Regimiento de Artillería  y nuestros hermanos, los Regulares de Tetuán nº 1; todos apuraban sus últimos cubatas y algún que otro canuto antes de marchar a retreta. Al entrar en el acuartelamiento “González Tablas”, los veteranos nos hicieron pasillo de honor tupiéndonos de almohadazos y cariñosas frases como “me huele a carne humana” o “vais a  morir, chinches”.

   La playa del Tarajal, dramático escenario de los migrantes ahogados en 2014, era un destartalado confín junto a las alambradas donde no nos podíamos bañar. Tampoco en las playas de Calamocarro o Benítez, reservadas entonces para oficiales; había que coger un taxi –aquellos vetustos Mercedes de los 60-  hasta el pequeño poblado fronterizo de Benzú, donde existía un cafetín que servía té con hierbabuena para resucitar a un muerto; allí tomábamos también el sol, con el resto de la tropa y la morisma. Llegué a conocer como la palma de la mano aquellos 18 km² de España, pateando sus calles en las horas de paseo (sobre todo la Calle Real) y pegando barrigazos en los campos de maniobras del Renegado y monte de la Tortuga entre  tableteos de cetme y estruendos de pepinos de mortero, o patrullando en duras marchas nocturnas por las intrincadas pistas fronterizas.

   No he vuelto a Ceuta, creo que ha cambiado mucho. Pienso hacerlo “cuando todo esto pase”, aunque ya no sea para pasar la temida pista americana o comer de rancho con los “lejías” cuando  subíamos a García Aldave a presenciar el sábado legionario.

 

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