jueves, 4 de marzo de 2021

Hablar más de la cuenta

     La semana pasada, Sergio Lorenzo se hacía eco en las páginas de HOY de la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura, que avalaba el despido disciplinario de dos trabajadoras en Cáceres por hablar entre ellas largo rato en numerosas ocasiones utilizando las líneas telefónicas de la empresa. Me cuidaré de no hacer ningún comentario sobre el hecho de que las implicadas en esta sentencia sean mujeres y no hombres. La locuacidad femenina y el mismo contenido de sus parlamentos han sido tradicionalmente usados con claros prejuicios de género ya desde la antigua Grecia, incluso por las propias mujeres, que han sucumbido no pocas veces a esta tendencia machista; por ejemplo, Louise May Alcot, que rompió en su tiempo decimonónico algunos clichés con Mujercitas, decía sin embargo: El debate es masculino; la conversación es femenina”. Y, por supuesto han sido legión los hombres que han incidido cruelmente en esta parcialidad machista, como, entre muchos, Oscar Wilde: Si usted quiere saber lo que una mujer dice realmente, mírela, no la escuche”.

   Al hilo de esto también la semana pasada, coincidiendo con esa sentencia, conocíamos que el jefe de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, Yoshiro Mori, ha tenido que dimitir de su cargo por unos comentarios sexistas que provocaron una ola de protestas por todo el mundo. Decía Yoshiro que “si aumentamos el número de mujeres en la junta tenemos que regular el turno de palabra de algún modo o, si no, no terminaremos nunca”. De donde se deduce que hablar más de la cuenta no solamente consiste en la cantidad o tiempo empleado en charlar, sino también  en la conveniencia o contenido del mensaje transmitido (como el suyo), aunque  sea escueto. Expresiones –también con su inercia sexista- que podrían resultar usuales  en el ámbito privado, coloquial y distendido de un grupo informal  no son sin embargo admisibles en comunicados oficiales o intervenciones desde una tribuna pública. Estamos refiriéndonos ya a otro fenómeno: el exceso o  incontinencia verbal, que más bien denota una falta de tacto y capacidad para controlar las palabras, expresar  ideas de forma descontrolada o cuando menos, sin el previo razonamiento y reflexión sobre las mismas. Y de esto, desgraciadamente, sabemos mucho en España porque a ningún político actual se le ha exigido un cursillo para adiestrar nimamente su incontinencia verbal, habiéndose convertido de un tiempo a esta parte el diario de sesiones del Congreso en un compendio de bajezas, bravuconadas y camorras, cuando no de verdaderos insultos y vendettas. No procede poner ejemplos que están en la mente de todos, y que han salido de la boca de representantes de los grupos políticos, con pocas excepciones. ¿Dónde quedó la oratoria distinguida de Cánovas o Castelar, de Sagasta o Canalejas, de Unamuno o Salmerón? Ahora se habla mucho de si hay o no normalidad democrática; lo que está claro que escasea es la mesura, la sensatez y el respeto. Y eso parece que sí se ha normalizado. No sé si plena, pero tenemos una democracia más bien ramplona, a juego con tiempos de medianía.

 

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