jueves, 4 de marzo de 2021

¿Qué sería del Paveras?

     Eran los tiempos en los que nadie reivindicaba un tren digno porque aquella indignidad ferroviaria era la tónica en toda España, y solo es dado reclamar cuando te alejas de la norma. El “Lusitania Expréss” traqueteaba acompasadamente en dirección inversa hacia Atocha. Me levanté tambaleante en mi compartimento y, sacando del bolsillo un paquete de “Sombra”, salí al pasillo. Aunque hacía frío, bajé la ventanilla  para que penetrara  aire de jaras. Me gustaba ver los conejos que ya en los parajes toledanos se alejaban huyendo despavoridos de las vías al aproximarse aquella ruidosa serpiente metálica.

   Con 18 años me desplazaba a la Corte para participar en unas oposiciones, pues también eran los tiempos álgidos del centralismo, donde había que ir a Madrid “hasta pa sonarse los mocos”. El Metro todavía tenía algunos de aquellos trenes modelo “Quevedo” de 1931 color rojo y el característico tufo compuesto por esa indefinida  mezcla de olores, desde humedad a queroseno. Emergí en la Puerta del Sol, entonces ruidosa y contaminada plaza colonizada por el tráfico rodado. Había que buscar una pensión. Y finalmente la hallé en el “Callejón del Gato”, que hace esquina con la calle de la Cruz, donde sabía que se comía muy bien en un modesto restaurante por veinte duros. El bolsillo no daba para mucho, así que el patrón de la pensión me alojó en una habitación compartida con otro pupilo, al fin y al cabo solo era una noche –pensé-. Las maderas del suelo  crujían dolientemente a mi paso. Me dirigí a dejar mi escasa impedimenta en un escueto armario que allí había y, tras sentarme brevemente en la cama (cuyos muelles también protestaron), me dispuse a repasar algunos temas, por si mañana salía esa bola. Pero ya me escamé cuando en un rincón divisé un estoque y una desvaída muleta. Mi compañero de habitación no tardó en llegar y, en efecto, era maletilla. ¿Y cómo es tu apodo en el mundo del toro? –inquirí, una vez hechas las presentaciones-. Respondió: “A mí me disen el Paveras”.

   Aquella noche, de la que convenía salir descansado para el examen, no discurrió con arreglo a lo previsto. Me despertaron unas extrañas murmuraciones acompañadas de ruidos como de abrir y cerrar cajones, y pasos de aquí para allá completamente a oscuras en el crujiente pavimento de la habitación. Debajo de las mantas miré mi reloj Cauny (todavía de cuerda) de manillas fluorescentes: eran las cuatro de la madrugada. Aquello se repitió dos o tres veces más, y no me atreví a accionar la “pera” de la luz. A la mañana siguiente se despejaron todas las dudas: “Es que soy sonámbulo, mire usté”.

   A lo largo de la vida alguna vez he pensado con inquietud si al Paveras aquella noche le hubiera dado en su sonambulismo por ejercitarse con el estoque en el bulto insomne de al lado. Nunca supe de él ni vi jamás su nombre en el cartel de ninguna novillada. El Paveras representa esos miles de cruces con personas y de encuentros anónimos de los que también está hecha la existencia, como fugaces y apócrifos conatos de relaciones que nunca fueron. ¡Ah!, y en la oposición suspendí con estrépito.

 

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