jueves, 4 de marzo de 2021

Resonancias de una vida

 

       En 1979 yo aún no había leído “La Náusea”. En la Nochevieja de aquel año tuve la idea  de grabar con mi radiocasete las campanadas televisadas  de Año Nuevo, todavía en blanco y negro, cuyas uvas comí en compañía de mi novia. Esos densos minutos, antes y después de bajar la bola del carrillón, suelen constituir un compendio de comentarios acerca de las vicisitudes del año que se despide, y en el brindis animado que tiene lugar todavía con los pellejos en la boca, se vierten esos deseos de futuro estúpidamente silenciados durante todo el año, como si el eco de las campanadas constituyera la única y fugaz entrada en el oráculo de nuestras esperanzas. Aquella iniciativa se repitió al año siguiente, y al otro, y al otro. Desfilaron así por aquellas vetustas cintas de casete los timbres de voz de familiares que ya no están, dejando la nostálgica impronta acústica de las vivencias perdidas, de los cariños fenecidos y de las cotidianidades caducadas.

    Y los comentarios que fueron envolviendo a las resonancias festivas de la Puerta del Sol fueron abandonando con el tiempo los alegres anhelos de juventud para ir adquiriendo esa adusta prudencia de la que suele estar hecha la madurez, porque una vez cumplidas con éxito las básicas aspiraciones existenciales por las que un día brindamos (la llegada de los hijos, la estabilidad profesional), en los subsiguientes brindis aparecían con progresivo peso los deseos relacionados con la salud. Paralelamente, la llegada del vídeo aportó un inusitado aditamento de realismo, pues las simples grabaciones de sonido adquirieron entonces ese complemento cinematográfico que inevitablemente adorna al discurrir del tiempo: ahora el detalle de esos momentos de balance anual recogía aspectos accesorios pero tan patentes como el crecimiento de los hijos o la también creciente alopecia del progenitor.

    Cuando en 1845 David Thoreau se autoconfinó en una cabaña junto al lago Walden, dijo aquello de que “el tiempo no es sino la corriente en la que estoy pescando”.  En esta infausta época de obligados confinamientos y futuro incierto,  esos espacios muertos que dejan los días como retales de tiempo no destinados a ninguna labor, para mí han constituido provechosas jornadas de ese tipo de pesca, y me he lanzado a la tarea gratificante  de saborear las certidumbres del pasado, recuperando y montando esos añejos instantes, como fotogramas de una película rodada durante más de 40 años, donde adquiere toda su plenitud una de las sentencias más lúcidas de Jean Paul Sartre: “No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro”. Esa filmación intimista que de algún modo resume elementos de mi existencia es la antítesis del diario de Antoine Roquentin: no encuentro nada vacío, y puedo concluir  que, al menos hasta el presente, existir no ha sido en absoluto una absurda obligación, como pensaba Sartre. Cualquiera de nosotros puede extraer la misma impresión ojeando un simple álbum de fotos; echar la vista atrás siempre es un ejercicio saludable. Estoy convencido de que, sin esperar a las próximas uvas, pronto protagonizaremos  escenas de transición hacia una fase más alegre en la película de nuestras vidas, eliminando las posibles náuseas existenciales que haya podido aportar esta pandemia.

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