miércoles, 2 de noviembre de 2022

Las monjas y la Sala de los Reyes

 

        El convento de San Pablo, en la ciudad monumental de Cáceres, es muy conocido. En un pequeño zaguán existe un torno giratorio de antigua y oscura madera por donde las monjas clarisas despachan unas magdalenas, yemas y tocinitos de cielo que quitan el hipo. El destino quiso que, hace más de medio siglo, aquellas monjitas fueran mis vecinas, pues habitábamos a la sazón la contigua Casa de las Veletas (Museo Provincial), edificada en el lugar donde se levantó el alcázar árabe en el siglo XII, sobre un aljibe almorávide.  Entonces la clausura de las clarisas era rigurosa y extrema, y jamás abandonaban el convento.


Desde un balcón de nuestra vivienda se contemplaba el trajín de las monjas cultivando la huerta. Recuerdo que corrían despavoridas a esconderse cuando advertían nuestra presencia, unos rapazuelos de seis años profanadores a distancia de su estricta clausura.

   Junto a la huerta había un estrecho corral de altísimas paredes de tapial donde gruñían los cerdos, a los que se podía ver (y oler), y a los que arrojábamos patatas desde nuestra elevada atalaya; también recuerdo los estridentes y prolongados guarridos que emitían cuando les daban muerte, de seguro por parte de la hermana más fornida ante la prohibida presencia de matarife alguno.


     En 1942 se realizaron unas obras en el jardín del Museo, quedando al descubierto parte de un pasadizo subterráneo que Miguel Ángel Ortí Belmonte (director entonces del Museo) identificó como la legendaria “Galería de la Victoria” por donde penetraron las huestes de Alfonso IX en 1229 para tomar la fortaleza almohade. Testimonios de ancianos recogidos por Ortí en aquella época nos hablan de que en el mismo centro del jardín de las Veletas existía una habitación subterránea llamada Sala de los Reyes, a la que algún antepasado había bajado varias veces. Son pruebas orales antiguas que hicieron aventurar a este autor la localización de la misteriosa ermita de la Magdalena, de la orden de Alcántara, construida en el siglo XIII, y que otros investigadores sitúan bajo la huerta del convento de San Pablo, muy próxima al jardín del Museo. Yo conocí en mi niñez el acceso a aquella galería, un profundo pozo con escombros que en su día constituyeron una escalera de caracol, desde donde se vislumbraba ya el tenebroso pasadizo que parecía conducir al exterior de la muralla.


Benito Boxoyo, en el siglo XVIII decía, refiriéndose a otra desaparecida ermita (San Marcos) junto a la torre de los Pozos: “debajo de esta capilla principia una mina que, continuando bajo la muralla, sigue hasta cerca de la Casa de los Aljibes (o de las Veletas) …”

   Rememorar aquellas vivencias es como sacudir el adormecido árbol de una lejana niñez para obtener frutos de sabor olvidado, llenándome de un extraño gozo el haber correteado por aquellos andurriales empapados de historia y leyenda, que me permitieron, además, asomarme a los estertores de una época fenecida, la de aquellas monjitas de San Pablo que corrían y que ahora reposan allí mismo, en el cementerio del convento, tal vez junto a la Sala de los Reyes.

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