Los acontecimientos
mundiales (casi todos negativos últimamente), conocidos al detalle por la inmediatez que ofrecen los
medios tecnológicos, se han convertido en aditamentos ineludibles de nuestras
particulares existencias. Los telediarios son ya un glosario de imágenes
dantescas que nos endosan advirtiendo o no de la dureza de las mismas. Casi es
preferible hacer zapping en busca de
contenidos de menos actualidad. Por ejemplo, Siria es el epicentro de las grandes
tensiones mundiales del momento, donde se emiten los mayores contingentes de
refugiados que huyen porque allí matan las tropas de Bachar el Asad, los rebeldes,
los kurdos, el Estado Islámico,
los rusos y los yankees. Todos matan. Es un
carrusel de muerte que ya ha estrenado el uso de armas químicas y
elevado la tensión geopolítica del planeta.
Pero esta
erupción imprevisible de violencia extrema afecta poco a nuestras rutinas y
actividades. Nos hemos acomodado de tal forma al azaroso devenir de la
Humanidad que el relato de las circunstancias más espeluznantes queda en un
limbo mientras lo que sucede no nos ataña de forma directa, es decir, nos
consideramos a salvo si las guerras son lejanas o si los camiones atropellan en
otros países. Hemos levantado un muro imaginario (uno más) que separa lo que
nos sucede a nosotros de lo que pasa “por ahí” como si esos afueras no
englobaran también los ámbitos más domésticos e íntimos donde nos sentimos falsamente
seguros, porque ¿no pensaban lo mismo los viandantes de Estocolmo o Berlín
hasta la aparición del camión asesino? ¿No se va a ir todo al garete si a
alguien le da por apretar un botón rojo? Donald Trump y el norcoreano ese
tienen la mano floja.
En el fondo
es una placidez impostada esa de considerarnos lejos de la desgracia ajena,
pues sabemos de sobra que nadie está exento de sufrir cualquier imprevista circunstancia
que aborte ese sosiego ficticio, como
una incurable enfermedad. Le ha pasado al niño Adrián que anhelaba ser
torero (quien deseó su muerte por ello ahora estará satisfecho). La muerte
acecha en cualquier esquina: le ha pasado a Carme Chacón con 46 años. Les ha
pasado a decenas de cristianos coptos el pasado domingo de Ramos.
Esta zozobra latente
que no podemos soslayar tal vez sea la causa por la que están proliferando
crecientemente técnicas y manuales de autoayuda para “vivir el presente”.
Muchos autores sostienen que realmente la vida no es ni lo que va a pasar dentro de un rato, ni tampoco lo que
acaba de suceder. La vida sería el aquí
y ahora; por lo tanto, hay que aprender a vivir el momento
presente, a disfrutarlo y a
saborearlo. Emprender todas las acciones diarias como si fueran las últimas
buscando la excelencia parece que ha empezado a dar sentido a la existencia de
mucha gente “pa cuatro días que vivimos”. No es mi caso. Esta versión del
avestruz que ignora los entornos y los bagajes que nos definen como personas olvida también
que la vida tiene una perspectiva larga, que aunque lo neguemos, somos lo que
hemos sido y lo que aspiramos a ser, que extraer enseñanzas del pasado y luchar
por un futuro y un proyecto existencial otorga sensaciones duraderas infinitamente
más enriquecedoras que las que se puedan derivar de un solo instante. Y después
lo que tenga que pasar, que pase. Preparados no estaremos nunca con o sin
manual de autoayuda.
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