miércoles, 12 de abril de 2017

Avestruces



   

     Los acontecimientos mundiales (casi todos negativos últimamente), conocidos al  detalle por la inmediatez que ofrecen los medios tecnológicos, se han convertido en aditamentos ineludibles de nuestras particulares existencias. Los telediarios son ya un glosario de imágenes dantescas que nos endosan advirtiendo o no de la dureza de las mismas. Casi es preferible  hacer zapping en busca de contenidos  de menos actualidad. Por  ejemplo, Siria es el epicentro de las grandes tensiones mundiales del momento, donde se emiten los mayores contingentes de refugiados que huyen porque allí matan las tropas de Bachar el Asad,  los rebeldes,  los kurdos,  el Estado Islámico, los rusos y los yankees. Todos matan. Es un  carrusel de muerte que ya ha estrenado el uso de armas químicas y elevado la tensión geopolítica del planeta.
    Pero esta erupción imprevisible de violencia extrema afecta poco a nuestras rutinas y actividades. Nos hemos acomodado de tal forma al azaroso devenir de la Humanidad que el relato de las circunstancias más espeluznantes queda en un limbo mientras lo que sucede no nos ataña de forma directa, es decir, nos consideramos a salvo si las guerras son lejanas o si los camiones atropellan en otros países. Hemos levantado un muro imaginario (uno más) que separa lo que nos sucede a nosotros de lo que pasa “por ahí” como si esos afueras no englobaran también los ámbitos más domésticos e íntimos donde nos sentimos falsamente seguros, porque ¿no pensaban lo mismo los viandantes de Estocolmo o Berlín hasta la aparición del camión asesino? ¿No se va a ir todo al garete si a alguien le da por apretar un botón rojo? Donald Trump y el norcoreano ese tienen la mano floja.
     En el fondo es una placidez impostada esa de considerarnos lejos de la desgracia ajena, pues sabemos de sobra que nadie está exento de sufrir cualquier imprevista circunstancia que aborte ese sosiego ficticio, como  una incurable enfermedad. Le ha pasado al niño Adrián que anhelaba ser torero (quien deseó su muerte por ello ahora estará satisfecho). La muerte acecha en cualquier esquina: le ha pasado a Carme Chacón con 46 años. Les ha pasado a decenas de cristianos coptos el pasado domingo de Ramos. 
    Esta zozobra latente que no podemos soslayar tal vez sea la causa por la que están proliferando crecientemente técnicas y manuales de autoayuda para “vivir el presente”. Muchos autores sostienen que realmente la vida no es ni lo que va a pasar dentro de un rato, ni tampoco lo que acaba de suceder. La vida sería el aquí  y ahora; por lo tanto, hay que aprender a vivir el momento presente,  a disfrutarlo y a saborearlo. Emprender todas las acciones diarias como si fueran las últimas buscando la excelencia parece que ha empezado a dar sentido a la existencia de mucha gente “pa cuatro días que vivimos”. No es mi caso. Esta versión del avestruz que ignora los entornos y los bagajes que nos definen como personas olvida también que la vida tiene una perspectiva larga, que aunque lo neguemos, somos lo que hemos sido y lo que aspiramos a ser, que extraer enseñanzas del pasado y luchar por un futuro y un proyecto existencial otorga sensaciones duraderas infinitamente más enriquecedoras que las que se puedan derivar de un solo instante. Y después lo que tenga que pasar, que pase. Preparados no estaremos nunca con o sin manual de autoayuda.

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