Llamamos inmadura a una persona adulta
que se comporta como si estuviera anclada en estadios evolutivos que ya no le
corresponden, dadas sus reacciones infantiloides o pseudoadolescentes. Freud
llamaba a esto fijación. Este parámetro de observación es perfectamente válido
para las sociedades y sus comportamientos colectivos. Recuerdo que poco tiempo
después de la Transición se usaba mucho el término “joven democracia española”,
para disculpar conductas grupales discutibles por el escaso rodaje de
convivencia en libertad o más bien con un todavía pegajoso mimetismo con el
pasado autárquico del que acabábamos de salir.
Ya ha pasado suficiente tiempo, con más de una generación en democracia,
para que la sociedad española diera muestras de madurez, sobre todo en lo que
atañe a la política, pero no sucede así: de los 28 países de la Unión Europea
hay 21 que tienen gobiernos de coalición y en un número importante en esos
gobiernos participan partidos de ideología conservadora, socialdemócrata y
liberal. Aquí sin embargo eso sería algo así como mentar a la bicha y aquel
líder que amague con pactar con su oponente se arriesga a finalizar su carrera
política dejando hundido a su partido. No es no.
Curiosamente se citan los Pactos de la Moncloa, cuando éramos unos
neófitos en esto de pactar, como una consecución ejemplar que no hemos vuelto a
ejercitar. Incluso en el pacto antiyihadista hay formaciones que prefieren ir
como “observadores”, como si se tratara de unas elecciones caribeñas. Las
dificultades para ponernos de acuerdo se plasman cotidianamente en el
Parlamento, convertido en reunión de comunidad de vecinos donde no faltan las
palabras gruesas y los shows rufianescos por parte de una generación de nuevos
políticos más cercanos al gansterismo que a la práctica pactista; se busca más
el “sorpasso” que el acuerdo y esto nos
incapacita para asumir políticas de
Estado y objetivos
estratégicos a largo plazo con amplia base política y social. El caso más
flagrante es el de la Educación, donde cada gobierno se limita a promulgar “su”
ley. El último conato de pacto educativo ha finalizado abruptamente con el
abandono del PSOE, como hace años hizo el PP ante el plan de Ángel Gabilondo.
Parece como si pactar fuera un ejercicio con demasiados
riesgos o una especie de traición a los votantes.
Lo mismo podría decirse de otras cuestiones de Estado. El modelo
sanitario dista de ser unívoco. El Pacto de Toledo no ha servido para que las
pensiones dejen de ser arma arrojadiza y rehén de luchas partidistas. ¿Y para
cuándo un pacto por el empleo? ¿Llegaremos a pactar algún día una financiación
autonómica? Reconozcamos que la sociedad, aquejada del síndrome de Peter Pan,
ha generado una clase política inmadura y mediocre proclive al victimismo y el
berrinche. Difícil será llegar a pactos de Estado si ni siquiera tenemos claro
qué Estado queremos. Temo que esta vulgaridad termine siendo una característica
perenne de nuestra sociedad, como las personas inmaduras y bisoñas que no
pueden ya aspirar a una personalidad distinta. Además de historiadores, en el
país de Nunca Jamás seguramente necesitaríamos psiquiatras.
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