En el frondoso Valle del Ambroz, a poca
distancia de Hervás, existe una antigua fuente
en forma de montículo pétreo con el caño enclaustrado en una hornacina de
ladrillo, como santa bendición para el caminante. El rumor del agua al caer en
el pilón de granito acompaña al eco de los ruiseñores que desde sus recónditos
escondrijos pugnan en el siempre umbrío castañar por acallar el soniquete
monocorde de las también ocultas cigarras. A su frescor acuden libélulas y
mariposas como tribus amazónicas en extinción por el veneno agobiante de los
plaguicidas. No siempre tiene la misma fisonomía. En invierno se tiñe de
distintos tonos de verde y luce una cabellera de musgo de la que emerge un
crecido chorro helado. En otoño las hojas secas y rojizas de los olmos y castaños la cubren casi por completo en un mimetismo
solo roto por el rumor sempiterno de su caño.
Una foto en blanco y negro sacada hace más
de medio siglo con la “Rolleiflex” paterna inmortaliza aquellas mañanas junto a
la fuente de San Gregorio, y evoca esas simbiosis sensoriales imposibles que
conserva juguetonamente la memoria: el aroma fresco del poleo y el sabor del
bocadillo de mortadela; la visión de las
sabrosas moras y el roce suave de los
helechos. Andando en tiempo, la fuente
de San Gregorio se convirtió en visita obligada cuando nuestros trayectos
discurrían cerca del castañar, como un oráculo doméstico donde recibir periódicamente
mensajes divinos que solo a nosotros concernían. Y las sucesivas fotografías tomadas
siempre en el mismo lugar fueron dando fe de inexorables procesos cósmicos:
aquellos niños se convirtieron en adultos, aquellos adultos desaparecieron de
la escena y emergieron otros pequeños
protagonistas, en una sucesión de ineludibles mutaciones.
Para Borges el tiempo es algo que
transforma y fluye incesante, como el pequeño reguero de la fuente de San
Gregorio; y en mi última visita, con su consiguiente inmortalización
fotográfica, he recordado las palabras sabias del poeta bonaerense: “porque
estamos hechos, no de carne y hueso, sino de tiempo, de fugacidad, cuya
metáfora inmediata es el agua”.
Sé bien que algún día ya no apareceré en
la foto de la fuente de San Gregorio, porque el tiempo, ese espacio creciente
que rellena los intersticios de nuestros recuerdos, habrá dado cuenta de su
incesante devenir, habrá ordenado otras sucesiones, otros ciclos con sus nuevos
actores. Solo desearé que ese oráculo íntimo no se extinga en quienes me
sucedan, y que alguien, mientras incorpora una nueva instantánea al álbum
cambiante de la existencia, tal vez mirando ensimismado el pequeño reguero
pueda evocar aquella estrofa borgiana: “Mirar el río hecho de tiempo y agua / y
recordar que el tiempo es otro río, / saber que nos perdemos como el río / y
que los rostros pasan como el agua”.
Es una de esas herencias apócrifas no
registradas en ninguna notaría que me gustaría transmitir. Porque los elementos
que resisten al tiempo, como el agua de la fuente de San Gregorio, el olor
fresco del poleo, el eco ignoto de los ruiseñores y el suave roce de los
helechos, forzosamente conservan algo de los que por allí pasaron… y posaron. Les
deseo un buen verano.
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