jueves, 22 de noviembre de 2018

Colón, ese genocida


     Ya han pasado muchos lustros desde que algunos aprendíamos a leer en aquellos libros de lecturas escolares con pastas de cartón duro y color desvaído, que bajo el título genérico de “Glorias Imperiales”, glosaban las gestas de los preclaros forjadores de la eternidad hispana. La propaganda del Régimen había que sembrarla desde la más tierna infancia para que los hombres y mujeres de la Patria crecieran dóciles y sumisos dentro del orden glorioso de la nueva Cruzada.
     También han pasado algunos añitos desde que, ya extinguida la dictadura, importantes energías editoriales se lanzaran a la ardua tarea de la desmitificación de aquellos héroes y semidioses, que a la postre no fueron realmente más que seres humanos cuyas heroicas gestas no pasaron de episodios mediatizados por las coyunturas históricas que les tocó vivir. Y, como suele ocurrir cuando se quieren borrar con celeridad los vestigios de un orden autárquico, muchos se pasaron de frenada. Don Pelayo ya fue un feroz matamoros. Isabel la Católica, una genocida que practicó la limpieza étnica, y los conquistadores, unos analfabetos mata-indios de los que en Extremadura deberíamos avergonzarnos. La Declaración de Derechos Humanos había que aplicarla con carácter retroactivo de cinco siglos; y usar los criterios morales del siglo XX para enjuiciar hechos medievales era una opción válida para reescribir la Historia.
      Menos mal que una historiografía aséptica y rigurosa, alejada de las empalagosas ideologías de ambas propagandas, también hace ya tiempo que se ha encargado de poner las cosas en el sitio que corresponde, a la luz de los documentos y fuentes exclusivamente históricas, incluso por parte de investigadores latinoamericanos. Parece ser que los españoles, además de masacrar indios y transmitir enfermedades también fundaron alguna que otra universidad en un  territorio donde décadas antes vivían en el Neolítico. Asimismo se ha revisado la actuación de otras figuras históricas que nos llevan la delantera en genocidios y holocaustos, verbigracia, Alejandro Magno o Julio César, cuyas estatuas, por cierto, no están siendo retiradas por simbolizar exterminios.
     En nuestros días ya es algo cutre tachar de “genocidio” a la colonización y considerar molestas estatuas como la de Cristóbal Colón en Los Ángeles, que ha sido retirada como sucedió con la de Pizarro en Lima hace algunos años. Y causa sonrojo que esto ocurra, además, en un país que sí exterminó literalmente, y ya en el cercano siglo XIX, a unos 800.000 indígenas, desapareciendo las naciones indias apaches, sioux, cheyenes, cheroquees, navajos… que además han seguido siendo los “malos” en todos sus películas. Hoy quedan algunas poblaciones de individuos descendientes confinadas en reservas indias para evitar la extinción de su raza, como se hace con los bisontes.
     También la estatua de Colón estuvo hace poco nominada para ser retirada de Barcelona, hasta que algún “historiador” demostró que su origen era catalán (?), al igual que Hernán Cortés, es decir, Ferrán Cortès. Tan preocupante debe resultarnos en el mundo de hoy la eclosión de formaciones políticas que desempolvan el casposo “tanto monta”, como el regreso de esas perspectivas históricas pseudo-progres, pero ya muy trasnochadas, que beben de nuevo en las turbias aguas del descrédito anglosajón -a su vez desacreditado por los historiadores- y se nutren del adoctrinamiento tendencioso del procès. Es un mal síntoma para el mantenimiento de los criterios ecuánimes donde se apoya la democracia. 

miércoles, 7 de noviembre de 2018

La Extremadura de Matilda


     Estoy convencido de que si me sometiera a una de esas sesiones de hipnosis donde puede uno experimentar la regresión a vidas pasadas (y si creyera en ello, que ese es otro cantar), conseguiría situarme en las calles de un pueblo extremeño de hace muchas décadas o alguna que otra centuria, donde posiblemente transcurrió una existencia propia cuyas añosas imágenes pugnan por aflorar a la menor oportunidad. Siempre me han cautivado las lecturas de aquellos viajeros ilustrados que referían una Extremadura abrupta e inhóspita, de caminos infames y posadas cervantinas; Antonio Ponz en su “Viage de España” o Alexandre de Laborde con sus magníficos grabados son exponentes de descripciones de pueblos y paisajes que hoy resultan insólitas por desaparecidas pero que a mí me provocan la inquietante reminiscencia de un remoto recuerdo, impulsándome a imaginar la vida, las costumbres y las labores extinguidas que tuvieron lugar aquí mismo en otro tiempo.
     Esta sensación se acrecienta si lo que tengo ante mis ojos es una colección fotográfica, de la que existen algunos emblemáticos ejemplos, como las magníficas imágenes de Eugene Smith de Deleitosa publicadas en 1951 en la revista LIFE. Una imagen, por cuanto tiene de realidad, vale por mil evocaciones sugeridas por un texto descriptivo, por muy fiel que quiera ser. En este sentido son un regalo para el alma las fotografías efectuadas por Ruth Matilda Anderson en 1928 de distintos pueblos extremeños, que recorrió con su compañera Frances Spalding muchas veces a lomos de mulas con su material fotográfico. Este periplo por regiones españolas fue un encargo de la Hispanic Society of América, y las imágenes extremeñas ya fueron objeto de exposiciones hace años en Badajoz y Montánchez.
   A disposición de todo el que quiera admirarlas en la Biblioteca Virtual Extremeña, las fotos de Matilda retratan aquellas Hurdes heroicas, donde el gris de sus tejados pizarrosos ha prevalecido sobre el sepia de los años. Es la Extremadura ancestral de los balcones veratos de adobes centenarios en equilibrio imposible, de aquellos niños temerosos de la cámara como si el objetivo disparara algo más dañino que una instantánea;  niños tratando de ahuyentar otros fantasmas (que entonces no era el de la despoblación): seguramente el hambre. Pueblos umbríos donde las gallinas deambulaban por las calles empedradas con la gozosa impunidad de pequeñas vacas sagradas. Cerrando los ojos, uno siente hasta el frío de los gorrones cuando Extremadura tenía los pies descalzos. En estas magníficas fotos parece percibirse el hálito exhalado por las chimeneas con aroma a dehesa, la calidez de los establos y zaguanes, o la esencia de las prensas de aceite, del pan de leña y de los jamones secándose en las bodegas, como incienso delator de lo auténtico.
   Sí. He creído renacer a otra vida, esa que nos correspondería si nos saltamos un par de generaciones (un suspiro en el cómputo del tiempo), y así nos hubiéramos visto con blusones y refajos conduciendo una carreta de bueyes, sentados en tajos de tres patas con un sombrero de fieltro o una gorra de esparto.
     Cuando se bloquee Internet o perdamos el móvil, recordemos solo un instante la Extremadura de nuestros abuelos, y concluyamos que solo una cuestión de azar nos ha situado en una época con muchas mezquindades.