Ya han pasado muchos lustros desde que
algunos aprendíamos a leer en aquellos libros de lecturas escolares con pastas
de cartón duro y color desvaído, que bajo el título genérico de “Glorias
Imperiales”, glosaban las gestas de los preclaros forjadores de la eternidad
hispana. La propaganda del Régimen había que sembrarla desde la más tierna
infancia para que los hombres y mujeres de la Patria crecieran dóciles y
sumisos dentro del orden glorioso de la nueva Cruzada.
También han pasado algunos añitos desde
que, ya extinguida la dictadura, importantes energías editoriales se lanzaran a
la ardua tarea de la desmitificación de aquellos héroes y semidioses, que a la
postre no fueron realmente más que seres humanos cuyas heroicas gestas no
pasaron de episodios mediatizados por las coyunturas históricas que les tocó
vivir. Y, como suele ocurrir cuando se quieren borrar con celeridad los
vestigios de un orden autárquico, muchos se pasaron de frenada. Don Pelayo ya
fue un feroz matamoros. Isabel la Católica, una genocida que practicó la
limpieza étnica, y los conquistadores, unos analfabetos mata-indios de los que
en Extremadura deberíamos avergonzarnos. La Declaración de Derechos Humanos
había que aplicarla con carácter retroactivo de cinco siglos; y usar los
criterios morales del siglo XX para enjuiciar hechos medievales era una opción
válida para reescribir la Historia.
Menos mal que una historiografía aséptica
y rigurosa, alejada de las empalagosas ideologías de ambas propagandas, también
hace ya tiempo que se ha encargado de poner las cosas en el sitio que
corresponde, a la luz de los documentos y fuentes exclusivamente históricas, incluso
por parte de investigadores latinoamericanos. Parece ser que los españoles,
además de masacrar indios y transmitir enfermedades también fundaron alguna que
otra universidad en un territorio donde
décadas antes vivían en el Neolítico. Asimismo se ha revisado la actuación de otras
figuras históricas que nos llevan la delantera en genocidios y holocaustos,
verbigracia, Alejandro Magno o Julio César, cuyas estatuas, por cierto, no
están siendo retiradas por simbolizar exterminios.
En nuestros días ya es algo cutre tachar
de “genocidio” a la colonización y considerar molestas estatuas como la de Cristóbal
Colón en Los Ángeles, que ha sido retirada como sucedió con la de Pizarro en
Lima hace algunos años. Y causa sonrojo que esto ocurra, además, en un país que
sí exterminó literalmente, y ya en el cercano siglo XIX, a unos 800.000
indígenas, desapareciendo las naciones indias apaches, sioux, cheyenes, cheroquees,
navajos… que además han seguido siendo los “malos” en todos sus películas. Hoy
quedan algunas poblaciones de individuos descendientes confinadas en reservas
indias para evitar la extinción de su raza, como se hace con los bisontes.
También la estatua de Colón estuvo hace
poco nominada para ser retirada de Barcelona, hasta que algún “historiador”
demostró que su origen era catalán (?), al igual que Hernán Cortés, es decir,
Ferrán Cortès. Tan preocupante debe resultarnos en el mundo de hoy la eclosión
de formaciones políticas que desempolvan el casposo “tanto monta”, como el
regreso de esas perspectivas históricas pseudo-progres, pero ya muy
trasnochadas, que beben de nuevo en las turbias aguas del descrédito anglosajón
-a su vez desacreditado por los historiadores- y se nutren del adoctrinamiento
tendencioso del procès. Es un mal
síntoma para el mantenimiento de los criterios ecuánimes donde se apoya la
democracia.