Estoy sentado en un tajo de tres patas de olivo frente a la mesa matancera, leyendo en la intrincada red de cortes y hachazos dibujados en su madera oscura, como aquellos jeroglíficos de Ocón de Oro, la historia oculta de mis antepasados. Si levanto la vista levemente creo percibir todavía algún recóndito aroma a café, que quiere escapar tardíamente del molinillo de la abuela, ese de manivela y cajoncito. A su derecha, el crucifijo severo de caoba que presidió cabeceras de catres como hierático juez de últimos hálitos. Más arriba, casi llegando a las vigas desnudas del techo, escucho el morder cadencioso de la carcoma a intervalos fijos e invariables, construyendo sus inextricables conductos en el interior del mango del arado y en el yugo de las colleras. Las cántaras de hojalata oxidada aún tienen adherido el pegajoso rescoldo del aceite, como queriendo reivindicar su prolongado y ancestral uso.
Suspiro y me levanto, para recorrer el zaguán y pasar revista, como hacen las autoridades militares, al resto de la atávica tropa que cuelga de las paredes. Paso junto al trillo, con su ancha y desdentada sonrisa, preguntándome cuántos miles de vueltas daría sobre la paja dorada de las eras. Por allí cuelgan también, como exvotos milagreros de una vieja iglesia, las hormas de carcomida madera donde el abuelo compuso los botines que después entregaba deambulando en burro por esos pueblos. Me recibe firme el palanganero de madera con su jofaina debajo y el espejo encima, donde ya no reconozco mi rostro, pues el maltrecho azogue se niega a devolver la imagen advenediza de un intruso ajeno a su tiempo. Sobre la artesa que albergó durante generaciones chacinas y paletillas, tocinos y moragas, cuelga también el fuelle que envió amorosas brisas a la lumbre de la cocina, que tanto me gustaba mirar ensimismadamente y que producía sombras cambiantes por el caprichoso ir y venir de la llama. El brasero y la badila penden como condenados desnudos al martirio de estar despojados de sus ardientes picones, aquellos que supieron de chismes y peripecias de pueblo, partidas de tute, torreznos a pan y navaja y hasta -quién sabe- caricias atrevidas bajo la impunidad acogedora de las faldillas.
Ah, el reloj del pasillo con el tiempo detenido en su péndulo inerte, que sin embargo evoca indefectiblemente los tic-tacs eternos y las campanadas desafinadas que consumían las tardes de una niñez también interminable. Un último vistazo por centenarios platos de porcelana, por la flauta y el tamboril, por tinajas y damajuanas me lleva hasta el viejo carro, cuyas corzas y cabezales soportaron el peso del millo y cuyos chirriantes bujes y cambones peregrinaron trabajosamente surcando pizarras rebajadas por un tránsito centenario.
Y salgo al huerto inspirando con fruición la mañana revestida de poleo. Estoy en el pueblo, queriendo buscar refugio y olvido de los mundanales ruidos que embarran la realidad del aquí y ahora. Hoy no tocaba hablar de Putin y Pringozhin, ni de Guardiola y Abascal. Estoy de vacaciones.