miércoles, 28 de junio de 2023

En la mesa matancera

 

Estoy sentado en un tajo de tres patas de olivo frente a la mesa matancera, leyendo en la intrincada red de cortes y hachazos dibujados en su madera oscura, como aquellos jeroglíficos de Ocón de Oro, la historia oculta de mis antepasados. Si levanto la vista levemente creo percibir todavía algún recóndito aroma a café, que quiere escapar tardíamente del molinillo de la abuela, ese de manivela y cajoncito. A su derecha, el crucifijo severo de caoba que presidió cabeceras de catres como hierático juez de últimos hálitos. Más arriba, casi llegando a las vigas desnudas del techo, escucho el morder cadencioso de la carcoma a intervalos fijos e invariables, construyendo sus inextricables conductos en el interior del mango del arado y en el yugo de las colleras. Las cántaras de hojalata oxidada aún tienen adherido el pegajoso rescoldo del aceite, como queriendo reivindicar su prolongado y ancestral uso.


     Suspiro y me levanto, para recorrer el zaguán y pasar revista, como hacen las autoridades militares, al resto de la atávica tropa que cuelga de las paredes. Paso junto al trillo, con su ancha y desdentada sonrisa, preguntándome cuántos miles de vueltas daría sobre la paja dorada de las eras. Por allí cuelgan también, como exvotos milagreros de una vieja iglesia, las hormas de carcomida madera donde el abuelo compuso los botines que después entregaba deambulando en burro por esos pueblos. Me recibe firme el palanganero de madera con su jofaina debajo y el espejo encima, donde ya no reconozco mi rostro, pues el maltrecho azogue se niega a devolver la imagen advenediza de un intruso ajeno a su tiempo. Sobre la artesa que albergó durante generaciones chacinas y paletillas, tocinos y moragas, cuelga también el fuelle que envió amorosas brisas a la lumbre de la cocina,  que tanto me gustaba mirar ensimismadamente y que producía sombras cambiantes por el caprichoso ir y venir de la llama. El brasero y la badila penden como condenados desnudos al martirio de estar despojados de sus ardientes picones, aquellos que supieron de chismes y peripecias de pueblo, partidas de tute, torreznos a pan y navaja y hasta -quién sabe- caricias atrevidas bajo la impunidad acogedora de las faldillas.


Ah, el reloj del pasillo con el tiempo detenido en su péndulo inerte, que sin embargo evoca indefectiblemente los tic-tacs eternos y las campanadas desafinadas que consumían las tardes de una niñez también interminable. Un último vistazo por centenarios platos de porcelana, por la flauta y el tamboril, por tinajas y damajuanas me lleva hasta el viejo carro, cuyas corzas y cabezales soportaron el peso del millo y cuyos chirriantes bujes y cambones peregrinaron trabajosamente surcando pizarras rebajadas por un tránsito centenario.

   Y salgo al huerto inspirando con fruición la mañana revestida de poleo. Estoy en el pueblo, queriendo buscar refugio y olvido de los mundanales ruidos que embarran la realidad del aquí y ahora. Hoy no tocaba hablar de Putin y Pringozhin, ni de Guardiola y Abascal. Estoy de vacaciones.

miércoles, 22 de marzo de 2023

La cartilla

Ochenta y seis mil doscientas cuarenta y tres pesetas. Así, escrito a bolígrafo, rezaba el saldo de la cartilla de la Caja Postal, aquella con un escudo de España preconstitucional. La cartilla, en lugar de un extracto permanente de nuestra cuenta, era más bien un diario manuscrito con aquellas anotaciones (en rojo los reintegros, en negro los ingresos), y un verdadero cuaderno de viajes, pues en cada operación estaba el sello de tinta de la oficina y localidad donde se operó. La cartilla se guardaba celosamente en el cajón del aparador, junto a la baraja de cartas y las facturas de la luz, y se miraba, bien con deleite al comprobar cómo iban aumentando los ahorros, o bien con desazón si el último saldo inscrito auguraba penurias económicas. En el mejor de los casos con la cartilla había otra de plazo fijo atada con una goma, y era un placer ver las anotaciones de los intereses en la “corriente”. A veces incluso había allí libretas de distintas entidades, de diferentes colores y tamaños, como pasaportes de un agente secreto, para nuestras actividades pecuniarias.


   El ahorro siempre tuvo un componente manipulativo, desde aquellas huchas infantiles de hojalata donde un pajarraco prendía en su pico la moneda depositada para llevarla al interior accionando una manivela. De niños canjeábamos en la Caja de Ahorros las propinas y aguinaldos por unos sellos que pegábamos en un álbum, ávidos de rellenar la hoja que nos garantizaba después el asiento correspondiente en nuestra libreta de ahorros. Era una afición paralela a la filatelia, pero con resultados económicos palpables.

   Ahora, a las generaciones que crecieron con este concepto corpóreo del ahorro se les quiere también despojar de uno de los principales instrumentos bancarios que conocieron en su vida: su cartilla.
Cada vez son más las pegas que ponen las entidades financieras para que el cliente goce de este soporte, cobrando comisiones disuasorias por su uso, es decir, penalizando económicamente una de las mayores vías de relación con el banco de ese castigado y nada despreciable segmento de clientes para los que la digitalización no podrá ya ser asumida como algo cotidiano. Con ello, la brecha digital de estos colectivos, a quienes ya se obliga a comunicarse telemáticamente con Hacienda o la Seguridad Social, aumentará aún más en el aspecto financiero. Muchos de ellos ya han visto cómo en su pueblo cerraba la sucursal bancaria; dentro de poco se sentirán todavía más desnudos sin su cartilla de ahorros.

    Todos sabemos que los tiempos evolucionan, tal vez ahora con mayor rapidez que en el pasado. Pero ¿no les da la impresión de que los estamentos sociales que preconizan e implantan esos avances se están olvidando precisamente de quienes nos han llevado a ellos? Nada de lo que ahora disfrutamos sería posible sin el trabajo de los que nos han precedido en el tiempo, y es tremendamente injusto el olvido y el ninguneo al que están continuamente sometidos. Es ya difícil que hagan un bizum a sus nietos. Pero solo son mayores, no idiotas.

 

miércoles, 25 de enero de 2023

Gabriel y Galán y la subida de las pensiones

   Cuando el año pasado el gobierno se cerraba en redondo a incluir las pensiones en el fracasado “pacto de rentas” (al menos las más elevadas) y seguía erre que erre ligando su incremento a la inflación, que finalmente ha sido de ese 8,5 %, ya se podía entrever que habría gato encerrado y que esa subida, reflejada en una ley, obedecía también a una medida de ingeniería comunicativa para el año electoral entrante, pues nueve millones de pensionistas son un activo nada desdeñable en las urnas. Lo que nunca escuchamos en las numerosas comparecencias de José Luis Escrivá y resto de ministros y ministras incluido el propio presidente cuando eran interpelados al respecto de ese incremento en las pensiones era la cara B, es decir, los planes gubernamentales de subida del IRPF, que en muchos casos ha mermado sustancialmente susodicho incremento. Según algunos cálculos, las arcas del Estado se van a nutrir en 2023 con unos 2.500 millones de euros que los pensionistas aportarán de más con respecto al año anterior, con cargo al “generoso” incremento recibido. Yo te doy más, pero para que me lo devuelvas en forma de impuestos.


    Con ello se consigue publicidad positiva de cara a la galería electoral al mismo tiempo que dispara la recaudación. Díganme si eso no es ingeniería. La carta que el ministro Escrivá ha enviado al colectivo anunciando la revalorización, para muchos pensionistas, en especial los que se mueven en el entorno de la pensión máxima, supone un incremento en la retención fiscal de más de 6 puntos, con lo que su pensión neta mensual será similar (y en algunos casos inferior) a la percibida el año pasado. Sí, cosas de los algoritmos fiscales, con el agravante de que esa retención es escasamente recuperable en su declaración de la renta al haber pasado parte de sus ingresos a un tramo de superior tipo impositivo. Los jubilados que reciban su primer pago del año en estos días se preguntarán qué ha pasado con la subida del gobierno, pues no les salen las cuentas. Y seguirán sin salirles cuando hagan su declaración anual.


    Este fenómeno se llama técnicamente “progresividad en frío”, que unido a la inflación subyacente -anclada en cifras insostenibles- hace que el poder adquisitivo de la ciudadanía, y de los pensionistas en particular, no mejore significativamente con una subida en principio estimable, cuando tienen que afrontar mayores impuestos y un 15 % más en los precios de los alimentos.

   Decía Gabriel y Galán: “Pues el mozu empringó tres papelis / de rayas y letras, / y pa ensenrearsi / de aquella maeja, / ijo que el aceiti que a mí me tocaba / era «pi menus erre», ¿te enteras?”. Pues algo muy parecido ha sucedido con la subida de las pensiones este año: “pi menus erre”, o lo que es lo mismo: “¿ondi está el incrementu de la mí pensión?”