martes, 19 de abril de 2011

Añoranzas imposibles

Añorar lo que nunca se ha experimentado es un contrasentido, como guardar un grato recuerdo de algo que nunca sucedió. Soy un bicho raro, estoy convencido; porque estas cosas me pasan con frecuencia, debe ser un extraño trastorno psicopatológico poco estudiado, ya que siendo el resto de mis actos más o menos normales, no he encontrado otros ejemplos en la literatura científica: ni en los tratados de Scharfetter, ni me ha dado tiempo tampoco a interpretar esto según los cánones freudianos. Cuando conocí los tejemanejes culturales que acaecían en mi ciudad, Cáceres, allá por los primeros años del siglo XX, sentí una rara añoranza de aquellas memorables tertulias en la imprenta de Jiménez o en la rebotica de Castel, donde se gestó la gloriosa Revista de Extremadura; incluso me parecía percibir los aromas que emanaban del “ojo del boticario” (jara, menta, tomillo y demás hierbas montaraces de fuerte olor, como diría Antonio Machado) mientras allí se hablaba de los misterios de la Vía de la Plata. O las tertulias literarias del Café Gijón en el Madrid de los años cuarenta, visualizando entre los efluvios de sucedáneos de café y cortinillas etéreas de humo de puro a Camilo José Cela, Pedro de Lorenzo o Gerardo Diego, inmortalizados en “La Colmena”.
    Sí experimenté, en cambio, los trenes tipo “Lusitania” con aquellos fenecidos compartimentos diseñados para hablar uno frente a otro durante largos y traqueteantes trayectos. Aquellas viejas estaciones de autobuses hechas para comunicarse, aquellas tiendas de ultramarinos donde se hablaba de todo, aquellos barrios con panadero, lechero, cartero... todos excelentes conversadores.
   Todos hemos experimentado también los cambios arquitectónicos en los espacios públicos: los asientos en las estaciones se disponen divergentemente alrededor de una columna, para no ver ni hablar con nadie. En la gran superficie llenamos el carro en silencio y entregamos a la cajera nuestra Visa sin mirarle a la cara.
Ahora se chatea en pijama, en soledad y acariciando con mimo un ratón cibernético. Buscamos información en solitario y Wikipedia, ese engendro adusto de la red, nos deja huérfanos del contacto saludable y placentero de aprender en compañía. Tenemos posibilidad de acceder a 50 canales de TV, pero no hablamos con nuestros hijos. Somos esclavos de los tiempos en un viaje desbocado donde la velocidad de las carrozas impide apreciar el paisaje. Lo dijo Jovellanos. Pero yo sigo buscando otros colegas bichos raros para, juntos, ser disidentes antisistema de unos tiempos deshumanizados, abono de la soledad y el individualismo.

martes, 12 de abril de 2011

Festivalino de Pescueza

   Regresaba yo del Festivalino contemplando los infinitos encinares de la dehesa, ya moteados y perfumados con la flor de la jara, recordando las palabras pronunciadas por Joaquín Araújo en la conferencia inaugural: en Extremadura, que es la reserva natural del continente, tocamos a 500 árboles por habitante, más del doble que la media nacional y producimos oxígeno suficiente para mantener a todos los habitantes de Europa. ¿Sabemos realmente lo que esto significa? Ha concluido exitosamente en Pescueza una nueva edición del “festival más pequeño del mundo”, apelativo que cada año que pasa va siendo más disonante con sus contenidos y con su repercusión. Porque el Festivalino, en su todavía corta andadura, ya ha roto completamente con esa mitología urbana en la que todo parece ser directamente proporcional al número de habitantes. Pues no. Pescueza tiene los mismos habitantes que la comunidad de vecinos de nuestro bloque, esa que solo se reúne cada tres meses para discutir a voces sobre las cuotas del arreglo del ascensor. Esta pequeña localidad extremeña (que no llega a 200 vecinos) le está diciendo a la sociedad qué es lo se puede conseguir alentando la movilización social en contraposición al individualismo pasivo y cutre que espera que los demás te solucionen la vida. El Festivalino es el exponente de la creatividad y el entusiasmo en pro de la puesta en valor de las posibilidades rurales, incluso en un mundo en crisis –o precisamente por eso-.
      Pescueza se ha convertido en un ilusionante prototipo de logro autogestionado, perfilando un modelo de transformación sostenible del medio rural que debe ser imitado, porque es la solución al despoblamiento y a la desaparición de estilos de vida. ¿No es el cambio climático el principal enemigo de los espacios naturales? Pues no esperemos a que se pongan de acuerdo esos del G-7 en las cuotas de emisión de gases: empecemos ya a combatirlo con las armas que tenemos a nuestro alcance: por ejemplo, plantando árboles. Como en Pescueza. Y convirtamos esta esperanza de sostenibilidad en una fiesta reivindicativa del medio rural, de donde casi todos procedemos si nos remontamos un par de generaciones. Debemos conseguir, como en el Festivalino, que nuestro ancestral diminutivo siga siendo la metáfora de las grandes transformaciones que Extremadura necesita, que no pasan por nucleares ni refinerías. Puede que en algún momento reverdezca el flujo migratorio de nuevo hacia los espacios rurales (tal vez antes de lo que sospechamos), y hay que ponerlos en valor. Miremos a Pescueza y no nos olvidemos de nuestros quinientos árboles.

martes, 5 de abril de 2011

La Plaza Mayor de Cáceres

La apertura de la nueva Plaza Mayor de Cáceres, después de más de un año oculta tras unas vallas con lonas negras, coincidía estos días pasados  con la muerte del “Nano”, conjunción de hechos delatores del cambio de las épocas, que a veces se perciben a saltos y no en un continuo asumido sin darnos cuenta. Con el “Nano” se ha marchado el protagonismo  entrañable de alguien querido por todos, exponente de sentimientos colectivos de aquel menudo “todo Cáceres”, entonces manejable. Y la retirada del envoltorio negro de la Plaza ha obrado una sensación de admiración contenida, como si hubiéramos presenciado uno de esos megatrucos de magia de David Copperfield. 
     La remodelada Plaza Mayor (la Plaza, por antonomasia) volvía a ser estos días el hormiguero amplio, almacén de acontecimientos estacionales hacia el que serpentean los habitantes de Cáceres, siempre ávidos de masa: procesiones, quemas de dragones, conciertos multitudinarios, recibimientos de equipos triunfantes o aclamación de caudillos y monarcas. La gente  tenía ganas de Plaza, como si se les hubiera hurtado prolongadamente un privilegio ancestral que se traducía en una incómoda claustrofobia vagando por las calles con ansias de amplitud. La gente deambulaba por el centro de la Plaza, empapándose de desahogo. Y nos hemos vuelto a sentar algunos, como treinta años antes, en las escalinatas del Arco de la Estrella, observatorio privilegiado del deambular colectivo. Con esta nueva imagen, la ciudad recupera por momentos esa centralidad urbana perdida tras la eclosión pujante de las barriadas, que difuminó los ambientes con una patente pérdida de identidad. La Plaza vuelve a ser tarjeta de visita para el turista, mirador extraordinario de esas viejas torres que vieron torneos medievales, paradas militares y corridas de toros, y que presagian todavía sensaciones inmortales antes de acceder a la Parte Antigua. La Plaza Mayor de hoy es el  final de una colección de postales atesorada durante más de un siglo, desde aquellas color sepia con burros y aguadores; con bandeja o sin bandeja, con árboles o sin ellos, aparcamiento general o espacio de coches proscritos.
   La Plaza Mayor va a recuperar ese protagonismo neurálgico al que Cáceres dio la espalda con otras zonas de “movida”, no me cabe duda. Y si hay cosas que no nos gustan, nos acostumbraremos. No hacen falta botellones para reunirse. Las nuevas o remodeladas cafeterías, taperías y terrazas concentrarán de nuevo aquel  bullicio nostálgico de otros establecimientos fenecidos. Ya no podremos ir al “Manso”, que tenía una camilla con brasero de picón, donde uno se apalancaba con el pitarra las mañanas de invierno. Pero volveremos a quedar en los portales. Yo lo voy a hacer.