miércoles, 15 de marzo de 2017

Violencia y cultura



  


 En estas incompletas dos primeras décadas del Siglo XXI, la Humanidad vive una situación paradójica: nunca antes se había repudiado la violencia con tanto énfasis y, sin embargo, el imperio de esa violencia invade el día a día del mundo a diferentes niveles. Del siglo XX  se puede efectuar un siniestro balance de todo tipo de fanatismos, conflictos religiosos, guerras mundiales, odios étnicos, aniquilamientos raciales… Pero el desarrollo de actividades generadoras de brutalidad y delincuencia (como el tráfico de armas, de drogas o de seres humanos), así como el terrorismo internacional no se han detenido y siguen encontrando en nuestros días un abono especialmente útil para su propagación, sin olvidar que la violencia también se genera por omisión: ahí tenemos el lacerante abandono de los refugiados.

   No solamente nos invade la violencia lejana de las noticias bélicas que vemos en televisión; es también peligrosa esa violencia silenciosa que  acecha en los entornos más próximos, esa rudeza latente en todo lo cotidiano que los teóricos llaman “violencia estructural”,  que emana de las relaciones sociales, no siempre basadas en la igualdad y en el afecto. Se llega fácilmente a las manos por la disputa de un “ceda el paso”. Aquí podríamos incardinar la pesadilla que viven miles de mujeres sojuzgadas por la represión psicológica y física que por desgracia termina en tragedia con una frecuencia inasumible.

   La violencia –global o doméstica- se achacaba en el pasado a coyunturas sociales con grandes déficits culturales, donde era difícil encontrar otro medio para dirimir diferencias que no fuera la mera imposición de la fuerza. Actualmente conocemos un desarrollo cultural sin parangón en la historia anterior de la Humanidad, desde la práctica erradicación del analfabetismo  hasta un despliegue inimaginable de  medios tecnológicos que han puesto a la cultura y el saber al alcance de todos, pues llevamos permanentemente una enciclopedia universal en el bolsillo. Por tanto, algo está fallando en este proceso: sería esperable que la cultura influyera en los sistemas de valores, esos que internalizados por los miembros de la sociedad, explicarían conductas basadas en el diálogo y el sentido constructivo en los diversos ámbitos de convivencia.  ¿Por qué eso sigue siendo utópico? La realidad  muestra que los modernos canales de culturización han sido colonizados en buena medida por el populismo y el adoctrinamiento (cuando no por el espionaje de la CIA o del Kremlin). Las masas son más vulnerables que nunca, mostrándose aborregadas ante el modo  en que los medios masivos de comunicación y propaganda manipulan su voluntad; ya ni los referéndums son garantía de medidas verdaderamente democráticas ante la información truculenta y dirigida por la ingeniaría del poder. La basura de las programaciones es engullida de forma pasiva por  mentes cada vez más embotadas y sin criterio. La cultura más visible es la que encumbra al poder y el dinero como modelos sublimados que llevan sin remedio a crecientes marginalidades, envidias y odios como potentes focos de injusticia. Pepe Mújica fue solo un conato secundario de esperanza, como Gandhi, Mandela o Teresa de Calcuta. El mundo  encumbra a personajes como Erdogan, Putin o Donald Trump, que ejercen impunemente su influencia con nuestra globalizada aquiescencia.

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