En estas incompletas dos primeras décadas del
Siglo XXI, la Humanidad vive una situación paradójica: nunca antes se había
repudiado la violencia con tanto énfasis y, sin embargo, el imperio de esa
violencia invade el día a día del mundo a diferentes niveles. Del siglo XX se puede efectuar un siniestro balance de
todo tipo de fanatismos, conflictos religiosos, guerras mundiales, odios
étnicos, aniquilamientos raciales… Pero el desarrollo de actividades generadoras
de brutalidad y delincuencia (como el tráfico de armas, de drogas o de seres
humanos), así como el terrorismo internacional no se han detenido y siguen
encontrando en nuestros días un abono especialmente útil para su propagación,
sin olvidar que la violencia también se genera por omisión: ahí tenemos el
lacerante abandono de los refugiados.
No solamente nos invade la violencia lejana de las noticias bélicas que
vemos en televisión; es también peligrosa esa violencia silenciosa que acecha en los entornos más próximos, esa
rudeza latente en todo lo cotidiano que los teóricos llaman “violencia
estructural”, que emana de las
relaciones sociales, no siempre basadas en la igualdad y en el afecto. Se llega
fácilmente a las manos por la disputa de un “ceda el paso”. Aquí podríamos
incardinar la pesadilla que viven miles de mujeres sojuzgadas por la represión
psicológica y física que por desgracia termina en tragedia con una frecuencia
inasumible.
La violencia –global o doméstica- se achacaba en el pasado a coyunturas
sociales con grandes déficits culturales, donde era difícil encontrar otro
medio para dirimir diferencias que no fuera la mera imposición de la fuerza. Actualmente
conocemos un desarrollo cultural sin parangón en la historia anterior de la
Humanidad, desde la práctica erradicación del analfabetismo hasta un despliegue inimaginable de medios tecnológicos que han puesto a la
cultura y el saber al alcance de todos, pues llevamos permanentemente una
enciclopedia universal en el bolsillo. Por tanto, algo está fallando en este
proceso: sería esperable que la cultura influyera en los sistemas de valores, esos
que internalizados por los miembros de la sociedad, explicarían conductas
basadas en el diálogo y el sentido constructivo en los diversos ámbitos de
convivencia. ¿Por qué eso sigue siendo
utópico? La realidad muestra que los modernos
canales de culturización han sido colonizados en buena medida por el populismo
y el adoctrinamiento (cuando no por el espionaje de la CIA o del Kremlin). Las
masas son más vulnerables que nunca, mostrándose aborregadas ante el modo en que los medios masivos de comunicación y
propaganda manipulan su voluntad; ya ni los referéndums son garantía de medidas
verdaderamente democráticas ante la información truculenta y dirigida por la
ingeniaría del poder. La basura de las programaciones es engullida de forma
pasiva por mentes cada vez más embotadas
y sin criterio. La cultura más visible es la que encumbra al poder y el dinero
como modelos sublimados que llevan sin remedio a crecientes marginalidades,
envidias y odios como potentes focos de injusticia. Pepe Mújica fue solo un
conato secundario de esperanza, como Gandhi, Mandela o Teresa de Calcuta. El
mundo encumbra a personajes como Erdogan,
Putin o Donald Trump, que ejercen impunemente su influencia con nuestra
globalizada aquiescencia.
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