miércoles, 24 de mayo de 2017

Acostumbrarnos al miedo



     Hoy tenía previsto hablarles de las primarias del PSOE, como no podía ser de otra manera, concretamente sobre la mentira en los avales, pero los flujos informativos establecen en cada momento aquello que es más trascendente. Por desgracia, la muerte suele ser siempre más trascendente que cualquier otra cuestión noticiable, de ahí que una vez compuesta la columna me haya resultado frívola. En esta ocasión, además, la barbarie terrorista absolutamente desnortada ha elegido un objetivo fácil, tan fácil como una aglomeración de niños y adolescentes que salían de un concierto en el Manchester Arena. Ya no se trata de atentar contra policías o fuerzas de seguridad, lo cual podría interpretarse como un objetivo terrorista que representa el poder de los estados contra los que se lucha; tampoco se mata por venganza contra quienes han blasfemado gravemente contra el profeta en unos dibujos publicados, como acción ejemplarizante contra los enemigos de su civilización. No. Ya es una cuestión meramente aleatoria donde el único objetivo es matar, donde más fácil sea y donde más víctimas puedan causarse de una sola tacada, sean adultos o solo niños. Buscan sencillamente el miedo.
     Lo realmente frustrante de todo esto es el convencimiento de que la sociedad occidental no dispone de recursos para luchar contra esta brutalidad. El enemigo es invisible, puede ser el vecino del quinto o cualquier chalado que ha visto en Internet cómo se fabrica un artefacto mortífero. Con toda la tecnología desarrollada en armamento durante muchas décadas, ahora resulta que no tenemos armas para esta lucha y nos vemos como si solamente dispusiéramos de una catapulta contra misiles autónomos. El enemigo ya no solo está en los desiertos de Oriente, sino en las cabezas de sabe Dios cuánta gente aquí, entre nosotros.
     Reflexionando sobre esta frustrante realdad viene a  mi memoria un concepto tratado en mis tiempos de estudiante de Psicología, llamado “indefensión aprendida” y que desarrolló Martin Seligman con su famoso “experimento de Milgram” (que hoy no se realizaría por cuestiones éticas y sensibilidad hacia el maltrato animal). Un grupo de perros de control fue sometido a descargas eléctricas discrecionales que podían detener accionando  una palanca, mientras que otro grupo experimental padecía las descargas sin posibilidad de escape, pues la palanca no causaba el cese de la corriente. Cuando a estos últimos perros se les dio oportunidad de escapar de las descargas accionado el dispositivo, se comprobó que permanecían agazapados asumiendo estoicamente el castigo: habían “aprendido” la indefensión.
     Algo parecido puede que esté pasando en las sociedades occidentales: acostumbrarnos al miedo y asumir estos actos brutales como parte de las eventualidades de los tiempos, como un accidente ferroviario imprevisto que tiene lugar sin posibilidad alguna de previsión. Si esto finalmente toma carta de naturaleza, estaremos realmente ante uno de los mayores naufragios de la Humanidad: la constatación de que hay una guerra imposible de ganar. Por eso desarrollar ignotos antídotos que eliminen la posibilidad de que se perpetúen estas masacres se me antoja uno de los principales retos actuales del hombre.

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