Todavía resuenan
en la Plaza de España madrileña las voces reivindicativas extremeñas, unísonas
y sin fisuras, esos ecos infrecuentes que no transcendían al exterior desde los
tiempos de Valdecaballeros –y aun entonces las voces de protesta no fueron
unánimes, como tampoco lo fueron cuando aquello de la refinería-; porque el
extremeño es paciente y sufrido, escasamente propenso a tomar la calle con una
bandera, y cuando eso sucede debe tratarse de la respuesta a un agravio insostenible.
Esa línea discontinua que delimita en el mapa extremeño los términos provinciales
y comarcales se torna imperceptible hasta desaparecer cuando el ultraje
continuado que hace hervir a toda una región transciende adoptando resonancias
globales. Nosotros no tomamos las plazas para reivindicar una ruptura, como
hace ese “hermano mayor egoísta a quien se dirigen ahora todas las miradas”, en
palabras de Jesús Sánchez Adalid. Al contrario: nosotros queremos más
integración a través de unas vías de comunicación dignas y propias de los
tiempos actuales. Y por eso es tan importante que en los ecos del 18N se
mantengan íntegras e implícitas todas las energías que nos hagan fuertes como
pueblo, pues es claro que no solo necesitamos un tren digno.
He releído el párrafo anterior. Parece
sacado del texto de algún regeneracionista de finales del XIX, de aquellos que
plasmaban sus anhelos en la Revista de Extremadura, cuando Carolina Coronado
ejercía su madurez poética y se culminaba el plan de ferrocarriles de Sagasta. O
del discurso de Meléndez Valdés en la inauguración de la Real Audiencia
extremeña en 1.791. ¿Es que siempre vamos a estar igual?
Pero lo cierto es que doscientos años
después Extremadura sigue necesitando perentoriamente proyectarse al exterior,
al resto de España y a Europa reafirmando una transformación integral de la
región en la que han estado involucradas muchas generaciones de extremeños, y
ya es hora de ver algún resultado. Si las cosas se hacen con verdadera
convicción y existe respuesta a nuestras justas demandas, estamos en buena
situación para congraciarnos con nuestro propio designio –es lo mínimo que cabe
esperar del estado autonómico-, ese que tantas veces nos fue esquivo y que se
perdió anodinamente entre los recovecos de la intrahistoria. Esta debe ser una
lucha diaria donde no hay que dejar nada al albedrío caprichoso de la suerte,
que tradicionalmente fue adversa a los extremeños. En esta convicción colectiva
deben unirse aquellos dos conceptos integradores de un proyecto común de los
que hablaba Unamuno: el paisaje, encarnado por todos los legados naturales,
culturales e históricos que atesora Extremadura, pero también el paisanaje, ya
afortunadamente libre de aquella sombra estéril y trasnochada de localismos que
tanto daño nos hicieron.
El 18N debe simbolizar una cita permanente
donde nos convocamos a nosotros mismos, donde convergen los vientos de las
dehesas de Tentudía y los valles recoletos de la Vera, el sabor arcaico y
áspero de las Hurdes o los vahos productivos del Guadiana. En este siglo XXI
debemos lograr ese alzamiento telúrico definitivo que nos encumbre a todos a la
vez. Y para ello se demuestra que la unidad es el principal activo, lejos de la
debilidad inherente a esa fragmentación partidista que elimina todos los ecos.
Vuelvo a releer y me transporto de nuevo siglo y medio atrás. Mecachis.
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