A todo bien nacido le produce repugnancia
conocer casos de acoso/abuso sexual contra mujeres por parte de personajes que
se valen de su situación preeminente, de ventaja o influencia, como una versión
posmoderna del derecho de pernada. Y, curiosamente, a menudo ese asco se ve
acentuado al contemplar el rostro del presunto acosador, como es el caso del
magnate de Hollywood Harvey Weinstein, cuyo aspecto de verdadero cerdo
sería claramente incriminatorio en cualquier rueda de reconocimiento.
El hecho de que estas conductas tengan
lugar habitualmente en nuestros días y en sociedades aparentemente liberadas de
los corsés morales que en otras épocas podían
explicar como escape tales comportamientos, debe llevarnos a una sosegada
reflexión acerca de qué ocultos motivos están detrás del acoso sexual moderno
en cualquiera de sus escenarios: laboral, educativo, deportivo, doméstico, etc.
En España, cuyas estadísticas en este
problema social no son más halagüeñas que en otros sitios de nuestro entorno
cultural, ya hace tiempo que dejamos de ir a Perpiñán para contemplar en el
cine –perdón- culos y tetas con los que poder alimentar las fantasías sexuales
que negaba la censura y condenaba el púlpito. Décadas después es verdad que se
ha descastado bastante el piropo soez, por ejemplo, pero no otras actitudes
verbales o físicas de carácter sexual que vulneran la dignidad de la mujer y
que son consideradas ofensivas y no deseadas. Por tanto, debe existir algún
factor atemporal que no se correlaciona con la represión, causante de la
perpetuación de estas conductas en ambientes libres. Ya Sigmund Freud en los
albores del psicoanálisis hace más de cien años desarrolló la “teoría de la seducción” basada en
experiencias de abuso sexual en la infancia o simples recuerdos reprimidos
(fantasías inconscientes) de episodios no reales como posible origen de estas neurosis obsesivas sobre el sexo en distintos
grados, donde también estaría el acoso. Pero como las teorías psicodinámicas
están muy desacreditadas conviene buscar otras causas. He leído por ahí que la
vestimenta femenina, intencionadamente sugerente muchas veces, puede estar
detrás de algunas de estas conductas, si bien estadísticamente parece que
tampoco se cumple (y aunque así fuera no sería justificable). Citaba antes esa
posmodernidad cargada de individualismo, que sobrepondera el presente, el
instante y el hedonismo. Vivimos en una sociedad que rinde tributo al cuerpo y
al placer, y todo esto tiene sus efectos colaterales.
Parece claro que teniendo la sociedad además
una marcada cultura de género asimétrica o dicho más claramente, machista,
estamos ante un fenómeno pariente
próximo de la violencia de género, donde
solo la evolución del grado de rechazo social es capaz de minorar la
prevalencia. Por consiguiente conviene mucho denunciar en el momento, no
contarlo cuando han pasado siete años, y no asumir que esto es una
manifestación normal de la testosterona. Machos y hembras habrá siempre. Hay
que ir más rápidamente hacia una cultura de rechazo y sanción social, y si la
mejor fórmula es la coercitiva, pues adelante: el código penal debe intimidar
más a acosadores igual que debería suceder con los pirómanos.
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