miércoles, 25 de enero de 2017

El patio de mi cole



Un meritorio reportaje de Miriam F. Rua publicado en este diario en días pasados nos pone al corriente de la interesante iniciativa llevada a cabo en varias escuelas de Badajoz, consistente en convertir los recreos y los patios de los centros educativos en espacios interactivos fomentando la creatividad, ante una aterradora evidencia: los niños se aburren en el recreo, no saben jugar.
     Mucho se ha escrito  sobre este lamentable fenómeno achacable al vértigo de los tiempos y al advenimiento de la era tecnológica; y no escasean los estudios científicos experimentales que ponen de manifiesto las consecuencias perniciosas de la falta de socialización en los niños. Sin embargo esos estudios se quedan en  la pura teoría y son muy escasas las puestas en práctica de programas de actuación como el que nos ocupa, que lleva por nombre “el patio de mi cole es particular”. Enhorabuena a los promotores.
     La ciencia dice que los juegos infantiles –los tradicionales, los que animaban antaño recreos, calles y parques- son imprescindibles para el desarrollo físico y la maduración biológica, para fomentar la interrelación con iguales, para saber adaptarse a las normas y valores de un grupo, para aprender a trabajar en equipo. El juego favorece el desarrollo de habilidades de socialización, enseña a compartir y a adquirir roles. Si nos fijamos, son requerimientos absolutamente necesarios para progresar sin sobresaltos en la vida misma cuando la adolescencia y la adultez sustituyan a las etapas infantiles y haya que enfrentarse a un mundo donde indefectiblemente hay que relacionarse, porque existe competitividad y es preciso aceptar sin frustración normas y reglas. Recuerdo que en mis ya lejanos estudios de Pedagogía y Psicología, cuando todavía no había implosionado del todo el boom tecnológico, uno de los autores más leídos  en las facultades de educación era el psicólogo ruso Lev S. Vygotsky, que afirmaba que la verdadera dirección del desarrollo del pensamiento no es de lo individual a lo social, sino de lo social a lo individual. Es decir, que un niño aislado de forma habitual en la soledad de su habitación con su consola de videojuegos no está en una dirección correcta en cuanto a una natural evolución de su proceso de socialización. También podríamos citar a Karl Groos, que destacó el juego como fenómeno de desarrollo del pensamiento y la actividad, basándose incluso en las teorías adaptativas de Darwin. Y por supuesto, el suizo Jean Piaget con sus etapas de desarrollo cognitivo y actividades lúdicas para cada una de ellas.
     Si  estamos de acuerdo en todo esto, porque que hay evidencia científica, ¿por qué no se lleva a la práctica? He aquí una cuestión que podríamos añadir a ese rosario de convicciones ignoradas, como por ejemplo, el cambio climático: sabemos las soluciones, pero nos cuesta cambiar las costumbres. Para los padres es más cómodo tener a los niños pegados a la televisión (tres horas de media), sería un engorro llevarlos a jugar a algún sitio o, incluso, jugar ellos mismos con sus hijos.
     A lo mejor el dominio del individualismo en la sociedad actual es síntoma de que se ha hecho vieja la generación que jugaba al rescate y al “burro viejo”, en cuya casa siempre hubo unos “juegos reunidos” y un mecano.

miércoles, 18 de enero de 2017

Protestas juveniles



  Desde antiguo siempre ha habido momentos contradictorios en los cuales la sociedad de una región o zona geográfico-cultural ha estado en desacuerdo con un orden establecido que se hace caduco o no cumple ya las expectativas sociales; y esto ha causado la aparición de todo tipo de protestas, normalmente por parte de las generaciones más jóvenes, impulsivas e inquietas.
     Por  referirme a hechos que muchos hemos vivido, tal vez sea el mayo del 68 el paradigma por excelencia de la protesta ante unos parámetros sociales  obsoletos que habían dejado de responder a los requerimientos de los ciudadanos. Cierto que hubo protestas violentas, huelgas, etc., pero también es verdad que la paz y la no violencia fueron los símbolos del momento; además eclosionó una bella forma de mostrar el desacuerdo pacíficamente usando la música. La canción-protesta burlaba incluso prohibiciones de reunión anti-sistema en épocas sin libertad. Entonces se iba tan solo a un concierto a escuchar música a favor de la paz o en contra del apartheid… Joan Báez,  los Rolling Stones o el mismo Serrat lideraron una tendencia dinámica hacia los cambios que se demandaban.
     El caso es que con el tiempo estas protestas dulces se fueron desvirtuando y llegó un momento en el que, aniquilados los hippies con su romanticismo, surgió una juventud acomodaticia que, totalmente mimetizada con el sistema, ya no sabía contra qué protestar: vivían bien y había libertad. La música quiso seguir mostrando un enfrentamiento social postizo e impostado, usando tan solo el nombre de los grupos (una vez demolidas también las letras y melodías contestatarias del pasado): “No me pises que llevo chanclas”, “Dinamita pa los pollos”, “Mojinos escozíos”, fueron el contrapunto a Bob Dylan o Georges Moustaki  ante la nueva juventud sumisa y aborregada, nieta del 68.
   La tortilla se dio la vuelta no hace mucho y aquel joven mileurista postergado se ha convertido en un privilegiado. Hoy tenemos un 45% de desempleo juvenil que es una cifra obscena e insostenible, con jóvenes titulados ganando 700 euros. Pero ¿dónde se ha metido la juventud?  Es como si esa cifra de paro y esas condiciones laborales no fueran suficientes para que levanten la vista de sus malditos móviles y tabletas. En cualquier otro momento de la historia reciente estarían tomando las instituciones, reventando las universidades. Haciendo la salvedad del fugaz movimiento de acampadas del 15-M como remedo nostálgico de aquellos años, los jóvenes han desertado prácticamente de la calle. Ni siquiera la música es ya una espita de escape para crear frentes, pues los “novíssima” en cuanto a la protesta juvenil, ahora que  también se han pasado de moda los nombres estrambóticos de grupos musicales están en las redes sociales y las plataformas cibernéticas. En la web líder en peticiones (change.org) no solo podemos firmar por buenas y justas causas sociales, sino también para que pongan más chocolate en los cereales y cosas así. Es en las redes donde radica ahora el refugio del inconformismo social con miles de caricaturas de revolución que invitan a unirnos a grupos como “Esto deberían arreglarlo quienes lo jodieron” o, por ejemplo, “Se va a jubilar tu puta madre a los 67 años”. Eso es todo, amigos. Y pensar que algunos corrimos delante de los grises…

miércoles, 11 de enero de 2017

Bancos



     Una temática recurrente en las secciones de cartas al director de los diarios son las quejas de los ciudadanos por la calidad de los servicios que prestan las entidades financieras, o por la evolución de las mismas hacia la deshumanización en su trato. Que si hay que sacar un número para que te atiendan (como en las pescaderías), que si te obligan a ir al cajero automático para hacer una operación, etc.
     Los hados del destino me hicieron presenciar todas esas transformaciones desde dentro, pues trabajé buena parte de mi periplo profesional en este sector, pasando de salir con algún cliente a tomar un café a acompañar a otros al cajero automático y mostrarles cómo realizar una transferencia sin entrar en la oficina. Pero esa metamorfosis hay que enmarcarla en la dinámica que todos hemos “sufrido” en cualquier aspecto de la vida, pues vivimos en una sociedad tecnológica en constante evolución. ¿Acaso no era más humana una tertulia con amigos que los actuales grupos de whatsapp? ¿Recuerdan cuando se podía ir a las oficinas de la compañía telefónica para ser atendido por una persona de carne y hueso en lugar de hablar a distancia con un robot o con alguien de acento colombiano?  La gente compra crecientemente por Internet para menoscabo del pequeño comercio. Tal vez usted esté leyendo esta columna “deshumanizadamente” en una plataforma digital sin  ir al kiosco ni a la cafetería. Hay que sacar número en los bancos, pero también en Correos, en la Seguridad Social y en la Agencia Tributaria. La cosa va por ahí para desesperación de los inmovilistas. La clientela bancaria se está renovando y ya hay  un importante segmento que demanda precisamente poder operar desde casa o en canales alternativos a la oficina  tradicional, la de las colas y los números.
   Lo que quedaba de banca pública se privatizó, y ya como cualquier empresa, actúa con la mira puesta en la cuenta de resultados. Un cajero automático cada vez hace más cosas; trabaja día y noche todo el año, no coge vacaciones ni se da de baja. Es cierto que los cambios han sido rápidos y a la generación más veterana le ha pillado a contrapié. Pero quien no se adapte a esta dinámica y siga añorando tiempos pasados lo pasará mal,  no solo en la cola del banco, porque ninguna empresa pública o privada suele mantener modos y servicios para satisfacer todos los gustos, modernos y antiguos.
     Ocurre que esta evolución general ha coincidido con una coyuntura económica especialmente azarosa donde se han estrechado notablemente los márgenes de beneficios; además, los déficits de regulación oficiales han propiciado situaciones de abuso a los clientes (casos Bankia,  preferentes y últimamente cláusulas suelo), a lo que hay que añadir las escandalosas cifras en indemnizaciones con las que se han marchado a casa muchos responsables de estos desmanes. La aportación de dinero público para evitar la quiebra de algunas cajas mal gestionadas ha resultado grotesca en un panorama de precariedad, desempleo y pobreza sobrevenidos. Este cóctel ha dado como resultado que el financiero tal vez sea el sector que peor prensa atesora en la actualidad, convirtiéndose en el chivo expiatorio no solo de las incomodidades del progreso, sino de muchos infortunios sociales. Pero este es otro cantar.

domingo, 1 de enero de 2017

Frente a la lumbre



     Comienzo a esbozar estas líneas mirando ensimismado el caprichoso ir y venir de la llama en la chimenea, mientras la lumbre brama levemente en su cárcel de cristal. Fuera, amortiguados silbidos que terminan en explosión sorda se constituyen  en verdugos delatores de un año ya mortecino y extinguido. Las lucecitas de Navidad en el exterior del balcón aspiran detrás del visillo a ser un pequeño y dócil firmamento que no opondrá resistencia a ser guardado próximamente en una caja de cartón; ahora todavía tintinea en silencio y contribuye a aunar a todos los elementos de la ocasión, que se repiten en un ritual cíclico e invariable donde no falta el aroma del consomé para la cena, que ya toma cuerpo allá en la cocina. Pero mi mirada va más allá de ese resplandor incandescente que caldea plácidamente la estancia. Es una mirada que traspasa los límites físicos como un berbiquí cuántico que me sitúa en otros lugares fríos y oscuros con aromas opuestos al consomé de esta noche: olor a pólvora, a la destrucción y la muerte en una ciudad sitiada. Olor a orines y excrementos donde chapotean otros seres en una patera en medio de la inmensidad del mar. Olor a… ¿a qué huele el hambre y la desnutrición?

   Conozco esa mirada vacía que hace volar la mente hacia lugares inhóspitos, pero segura de su regreso a la comodidad de su mundo, como en esas pesadillas que sufrimos a veces con la certeza de estar  pasajeramente en una mentira onírica donde solo basta despertar para ahuyentar al peligro; hasta creo que es un aditamento más que acompaña siempre a la parafernalia finalista e iniciática de los años que van y vienen. Como esos propósitos envueltos en las banalidades que nos alimentan y que suelen resumirse en eliminar michelines y cosas por el estilo. Las mismas preguntas estúpidas sin intención alguna de buscar una respuesta: ¿nacer en un sitio o en otro es fruto del azar, una mera cuestión estadística? Pero esa mirada indagadora de miserias lejanas no solo transita por los polvorientos caminos de un tercer mundo de peligro conocido. Últimamente también circula por autopistas cercanas con el peaje macabro de una muerte no programada, y mi atisbo abstraído más allá de la lumbre se cruza con otras miradas hechas de una ultimidad que corporiza al pavor: en la ratonera incendiada de un rascacielos neoyorquino; en los vagones humeantes del metro madrileño o londinense; en el estrecho habitáculo de un avión, con medio minuto para ser consciente del final; en las calles populosas de París o Bruselas; en los alegres recovecos de un mercadillo berlinés. O, en el mismo instante en que miro perezosamente a la lumbre, bajo las luces giratorias de una discoteca de Estambul que celebra las esperanzas en un nuevo año.

     Esa mirada errante y desnortada regresa al escorzo real de la llama mientras la comodidad de mi sofá me resulta hiriente y una extraña culpa me embarga por un instante, la culpa heredada de ser espectador de la muerte, como un pecado original que solo conoce el bautismo estéril de la conmiseración. Pero solo un instante. Y recupero pronto el bagaje cotidiano de abulias e indolencias dejando esas reflexiones baldías para otro año. ¿Está ya la cena?