Añorar lo que nunca se ha experimentado es un contrasentido, como guardar un grato recuerdo de algo que nunca sucedió. Soy un bicho raro, estoy convencido; porque estas cosas me pasan con frecuencia, debe ser un extraño trastorno psicopatológico poco estudiado, ya que siendo el resto de mis actos más o menos normales, no he encontrado otros ejemplos en la literatura científica: ni en los tratados de Scharfetter, ni me ha dado tiempo tampoco a interpretar esto según los cánones freudianos. Cuando conocí los tejemanejes culturales que acaecían en mi ciudad, Cáceres, allá por los primeros años del siglo XX, sentí una rara añoranza de aquellas memorables tertulias en la imprenta de Jiménez o en la rebotica de Castel, donde se gestó la gloriosa Revista de Extremadura; incluso me parecía percibir los aromas que emanaban del “ojo del boticario” (jara, menta, tomillo y demás hierbas montaraces de fuerte olor, como diría Antonio Machado) mientras allí se hablaba de los misterios de la Vía de la Plata. O las tertulias literarias del Café Gijón en el Madrid de los años cuarenta, visualizando entre los efluvios de sucedáneos de café y cortinillas etéreas de humo de puro a Camilo José Cela, Pedro de Lorenzo o Gerardo Diego, inmortalizados en “La Colmena ”.

Todos hemos experimentado también los cambios arquitectónicos en los espacios públicos: los asientos en las estaciones se disponen divergentemente alrededor de una columna, para no ver ni hablar con nadie. En la gran superficie llenamos el carro en silencio y entregamos a la cajera nuestra Visa sin mirarle a la cara.
