miércoles, 7 de marzo de 2018

Tuiteros y raperos



     Varios acontecimientos concentrados en poco  espacio de tiempo hacen que se siga hablando en estos días de la libertad de expresión. Los debates se centran en determinar los límites de esas libertades, pues parece que existe una cierta desorientación, llamemos socio-jurídica, en cuanto al momento en el que se deben censurar (y con qué pena) determinadas expresiones, ya sean musicales, escritas o artísticas. A la vista de esta evidencia, la pregunta que muchos nos hacemos es: ¿se está produciendo una regresión ideológica hacia etapas de nuestra historia que creíamos superadas hace ya varias décadas? Porque hay quien piensa que el puritanismo es un fenómeno cíclico que puede sobrevenir con independencia de la evolución natural de las sociedades. 
     Yo creo que no hay que irse mucho por las ramas, bastan las teorías ya añosas de John Stuart Mill: “debe existir la máxima libertad de profesar y discutir, como una cuestión de convicción ética, cualquier doctrina, por inmoral que pueda considerarse". Ahora bien, también este filósofo establecía el llamado principio de daño y ofensa, que es donde estaría el límite. Es más sentido común que otra cosa.

      Hoy no me referiré al secuestro del libro “Fariña” ni al descuelgue de la obra de Santiago Sierra en “Arco”, episodios descabellados, sino a otras andanzas conflictivas de tuiteros y raperos. No me parece que esté regresando el puritanismo; más bien al amparo de esa libertad, las expresiones se están aproximando cada vez más a las fronteras admisibles, lo que puede generar un efecto boomerang  restrictivo en exceso. Me explico. El arte siempre ha jugado con el  impacto y la provocación de sensaciones; pero llamar obra de arte a mil grillos vivos fijados con silicona a una pared… Pues de la misma forma las letras de las canciones son un buen vehículo de denuncia social, pero incluso admitiendo que eso de los raperos sea música: "Llegaremos a la nuez de tu cuello, cabrón, encontrándonos en el palacio del Borbón, kalashnikov"; Le arrancaré la arteria y todo lo que haga falta queremos la muerte para todos estos cerdos", (y otras estrofas irreproducibles) convendrán conmigo en que tiene poco que ver con “Le llamaban Manuel” de Serrat, aunque sea uno republicano. El carnaval es un vivero de sátira y protesta, pero que una “drag” disfrazada de Cristo crucificado diga: “¿Quieres mi perdón? Pues agáchate y disfruta” parece que antepone la ofensa a cualquier intencionalidad artística. Sobre los chistes, Arévalo y Chiquito a veces los contaban malos y subiditos, pero no llegaban a la bazofia ofensiva de la tal Cassandra mofándose de mutilaciones por el terrorismo.

     En definitiva, tanto Picasso y Dalí como Serrat o Labordeta provocaban, pero demostraron ser grandes artistas. El gran problema surge cuando cualquier mierdecilla indocumentado usa la provocación para hacerse notar porque es incapaz de hacer otra cosa; entonces ese desperdicio convertido en “arte”, que no ha sido avalado nunca por la excelencia sino por el mal gusto, se convierte en una herramienta unitaria de agravio que ha nacido ya más allá de cualquier límite.  El recrudecimiento del debate sobre la libertad de expresión, entonces,  no es más que un reflejo de la creciente mediocridad de expresiones mezquinas y rastreras que por desgracia se ha instalado entre nosotros. Libertad de expresión, claro. Pero dignidad de  creación y  arte también.

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