No sé si alguno
de ustedes comparte mis inclinaciones pseudofúneberes. Las páginas de obituarios
y esquelas de los periódicos suelen ser para mí de lectura obligada, como un
contenido más a añadir al bagaje de
informaciones que conforman ese “estar al día” que nos permite opinar y
conversar con conocimiento de causa. Reconozco que lo hago como un espectador
afectado por aquella sentencia freudiana: “cada uno
de nosotros tiene a todos como mortales menos a sí mismo”. Pero en fin, uno
de los datos en los que más suelo detenerme es en la edad del finado, detalle
que suele proporcionarme sentimientos encontrados: un cierto desasosiego cuando
compruebo que ya me encuentro en un segmento de edad proclive a eso que les
pasa a algunos; y una –seguramente infundada- esperanza cuando observo que ya
se llega con cierta frecuencia a los 100 años, y echo mentalmente la cuenta de
los que me faltan a mí, comprobando las muchas cosas que se pueden hacer hasta
ese momento. Claro está que en las esquelas nunca pone en qué condiciones se
llegó a esas cifras de record.
Es evidente que vivir cada vez más tiempo
es una aspiración general de las comunidades humanas que ha estado presente en
todas las épocas históricas. Por razones parecidas a las expuestas, suelen ser
de interés los artículos sobre investigaciones médico-científicas que se ocupan
de las causas del envejecimiento.
Personalmente, desconfío de los avances
que solo radican en añadir años a la fase final de la existencia, me parece una
prolongación de la decrepitud consistente en ir perdiendo la costumbre de
vivir, como dijo César González-Ruano refiriéndose a la muerte. Por eso desde
hace años sigo la trayectoria de Aubrey de Grey, biogerontólogo londinense más
centrado en tratar de “reparar” los tejidos afectados por la degeneración vital
mucho antes de que esta desencadene declives irreversibles, tesis que
desarrolla en su libro “El fin del envejecimiento”, al que me acerqué en su
momento –lo confieso- como cuando leía, décadas ha, las previsiones para el
futuro de Isaac Asimov. Esto no va de ser viejos durante más tiempo, sino
precisamente de alargar los periodos centrales de la existencia, esos que
lamentablemente tan rápido pasan. De concretarse algún día estos tratamientos
que ya funcionan en ratones de laboratorio, en el futuro seguiríamos envejeciendo igual
que ahora, pero periódicamente recibiríamos esas terapias reparadoras para
poder conservar nuestra juventud mucho más tiempo. ¿Quién no se apuntaría a
pasar estas ITV rejuvenecedoras?
Solo pongo un pero a las investigaciones de
Aubrey de Grey: los millones de dólares que maneja su “Fundación Matusalén”,
parte de los cuales podrían ser destinados, en lugar de hacernos eternos, a
arreglar aquellas zonas geográficas donde sus habitantes no llegan a cuarenta
años, como ocurría en el neolítico, y mueren por la picadura de un mosquito.
Como ocurre con la lucha científica contra
el cáncer, enfermedad maldita cuya curación definitiva no verá nuestra
generación, en este asunto de vivir más tiempo con buen estado físico y mental,
también nos toca solo saborear una bonita esperanza con una decepcionante dosis
de ciencia-ficción. Es frustrante vivir siempre en la antesala de grandes
logros sin participar de sus beneficios. Les dejo, voy a ver las esquelas de
hoy.
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