miércoles, 28 de junio de 2017

Adiós cigüeña, adiós



     Cuando Manolo Summers estrenó la película que lleva este título (1971), ya hacía un par de años que yo no vivía en la Ciudad Antigua cacereña, donde transcurrió toda mi niñez. Si tuviera que seleccionar alguna evocación sensorial que resumiera aquel periodo de la vida donde muchas vivencias quedan esculpidas en la memoria, sin duda las cigüeñas “haciendo el gazpacho” sobre sus nidos en lo alto de las torres, espadañas y campanarios del recinto intramuros sería una de esas escenas con música de fondo, de recuerdo imborrable que presidieron nuestras correrías callejeras. Incluso tengo el lejano pálpito de haber escudriñado alguna vez el cielo para divisar una cigüeña con el clásico hatillo en el pico portando un bebé, según había visto representar en viñetas infantiles durante esa gloriosa época de ingenuidad y candor, cuando los niños “venían de París”.
     El pasado lunes aparecía en las páginas de este diario un interesante reportaje de Sergio Lorenzo sobre la drástica desaparición de esta entrañable zancuda que llegó a simbolizar turísticamente a Cáceres como logo ante nuestros visitantes. Incluso ha existido un periodo prolongado en el que las cigüeñas dejaron sin efecto el conocido dicho popular de “por San Blas la cigüeña verás” ya que renunciaban parcialmente a su ancestral traslación migratoria y permanecían casi todo el año en nuestros paisajes rurales y urbanos. El profesor,  biólogo y brillante articulista Chema Corrales daba cuenta de este descenso contundente en las poblaciones de cigüeñas al comparar la situación actual con los censos efectuados hace poco más de una década, cuando se contabilizaban alrededor de 150 parejas reproductoras; hoy se pueden contar con los dedos de una mano. No hay más que mirar ahora los campanarios para advertir nidos vacíos o esas plataformas instaladas para la nidificación con el armazón virgen por falta de inquilinos. Se habla de cambio de hábitos alimentarios y del condicionamiento de los vertederos, pero existirán otras causas.
    No hace mucho, en este mismo espacio de opinión me hice también eco de la rápida desaparición de gorriones de nuestros entornos urbanos  al deteriorarse sus hábitats. No cabe duda de que, como sucede con el cambio climático, estas modificaciones a la baja en nuestras vecindades con otras especies son más rápidas de lo que vaticinaban los científicos. Somos indefectiblemente testigos impotentes de un mundo cambiante que, convencido de la fortaleza de las inercias, no mueve un dedo por conservar aquello que constituyó un legado. ¿Qué decir del patrimonio histórico? No hace falta recurrir a la barbarie talibán o islamista para lamentar la pérdida de vestigios milenarios. Aquí dejamos que se caiga sola la ermita de San Jorge o la iglesia de Zamarrillas: la bomba intelectual de la dejadez y la incuria a la larga surte los mismos efectos que la pólvora.
     Nuestra generación ha visto caer muros y levantarse otros. Quién sabe si las siguientes verán desaparecer ciudades bajo el mar y levantarse nuevas tierra adentro. La regresión y desaparición de las especies animales, como nuestras totémicas cigüeñas, para muchos es algo inevitable similar al ocaso de las tiendas de ultramarinos o las escupideras de la peluquería. Es la eterna cantinela del progreso que justifica la holganza y la indolencia humana. Y el lamento de  anodinos veranos sin gazpacho.

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