Cuando Manolo Summers estrenó la película
que lleva este título (1971), ya hacía un par de años que yo no vivía en la
Ciudad Antigua cacereña, donde transcurrió toda mi niñez. Si tuviera que
seleccionar alguna evocación sensorial que resumiera aquel periodo de la vida
donde muchas vivencias quedan esculpidas en la memoria, sin duda las cigüeñas
“haciendo el gazpacho” sobre sus nidos en lo alto de las torres, espadañas y
campanarios del recinto intramuros sería una de esas escenas con música de
fondo, de recuerdo imborrable que presidieron nuestras correrías callejeras.
Incluso tengo el lejano pálpito de haber escudriñado alguna vez el cielo para
divisar una cigüeña con el clásico hatillo en el pico portando un bebé, según
había visto representar en viñetas infantiles durante esa gloriosa época de
ingenuidad y candor, cuando los niños “venían de París”.
El pasado lunes aparecía en las páginas de
este diario un interesante reportaje de Sergio Lorenzo sobre la drástica
desaparición de esta entrañable zancuda que llegó a simbolizar turísticamente a
Cáceres como logo ante nuestros visitantes. Incluso ha existido un periodo
prolongado en el que las cigüeñas dejaron sin efecto el conocido dicho popular
de “por San Blas la cigüeña verás” ya que renunciaban parcialmente a su
ancestral traslación migratoria y permanecían casi todo el año en nuestros
paisajes rurales y urbanos. El profesor, biólogo y brillante articulista Chema Corrales
daba cuenta de este descenso contundente en las poblaciones de cigüeñas al
comparar la situación actual con los censos efectuados hace poco más de una
década, cuando se contabilizaban alrededor de 150 parejas reproductoras; hoy se
pueden contar con los dedos de una mano. No hay más que mirar ahora los
campanarios para advertir nidos vacíos o esas plataformas instaladas para la
nidificación con el armazón virgen por falta de inquilinos. Se habla de cambio
de hábitos alimentarios y del condicionamiento de los vertederos, pero existirán
otras causas.
No hace mucho, en este mismo espacio de
opinión me hice también eco de la rápida desaparición de gorriones de nuestros
entornos urbanos al deteriorarse sus hábitats.
No cabe duda de que, como sucede con el cambio climático, estas modificaciones
a la baja en nuestras vecindades con otras especies son más rápidas de lo que
vaticinaban los científicos. Somos indefectiblemente testigos impotentes de un
mundo cambiante que, convencido de la fortaleza de las inercias, no mueve un
dedo por conservar aquello que constituyó un legado. ¿Qué decir del patrimonio
histórico? No hace falta recurrir a la barbarie talibán o islamista para
lamentar la pérdida de vestigios milenarios. Aquí dejamos que se caiga sola la
ermita de San Jorge o la iglesia de Zamarrillas: la bomba intelectual de la
dejadez y la incuria a la larga surte los mismos efectos que la pólvora.
Nuestra generación ha visto caer muros y
levantarse otros. Quién sabe si las siguientes verán desaparecer ciudades bajo
el mar y levantarse nuevas tierra adentro. La regresión y desaparición de las
especies animales, como nuestras totémicas cigüeñas, para muchos es algo
inevitable similar al ocaso de las tiendas de ultramarinos o las escupideras de
la peluquería. Es la eterna cantinela del progreso que justifica la holganza y
la indolencia humana. Y el lamento de anodinos
veranos sin gazpacho.
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