miércoles, 31 de enero de 2018

Violencia juvenil



     Como ya sucede desde hace algunos años con la llamada violencia de género, cuya alarma social por el número de víctimas está llevando a un claro rechazo en los estamentos sociales y políticos (que sin embargo todavía no se sustancia en una disminución clara de los casos), los episodios graves de hechos violentos protagonizados por menores cada vez más jóvenes están sacudiendo también nuestras conciencias. La muerte de dos ancianos en Bilbao a manos de niños de 14 años, así como la evidencia de abundantes hechos delictivos por bandas organizadas de estos jóvenes en diversas ciudades dan pie a pensar no ya en desgraciados casos puntuales, sino en una peligrosa prevalencia que es preciso analizar.
   Aunque los casos de violencia juvenil ya han traspasado todas las cotas de gravedad, no vale achacar todos los males a “la juventud de ahora”, porque todas las generaciones se han escandalizado de las características de la juventud desde los tiempos de Platón. La violencia siempre es un fracaso de la sociedad. Y si las actuaciones delictivas de los adolescentes son actualmente más graves que antes, cabe hablar claramente de un fracaso social mayor que en épocas precedentes.
    Preguntémonos entonces por qué hay más niños que no siguen norma alguna, que no se adaptan socialmente, que no saben lo que es la responsabilidad, que son incontinentes a la tentación, que no tienen sentido moral y son incapaces de ponerse en el lugar del otro. ¿Es que “salen” más psicópatas como si habláramos de una epidemia? Yo creo que no. Hay muchas causas: una mayor ociosidad no canalizada, demanda perentoria de dinero, modelos e iconos inapropiados y presión de los grupos o clanes adolescentes; y todo ello causado por un claro fracaso educativo tanto familiar como institucional. Se ha perdido una cualidad cada vez más debilitada: el respeto.
    Y aquí entramos en los argumentos que hoy son denostados y políticamente incorrectos. Es evidente que existía más respeto cuando bastaba una mirada de un padre o de un maestro para disuadir a un hijo/alumno de su conducta inapropiada. La psicología conductista demostró en su día con amplia evidencia experimental que la contingencia de recompensa o castigo ante determinadas conductas afianzaban claramente los comportamientos positivos y tendían a extinguir los negativos. Pero hete aquí que la filosofía del “cachete a tiempo” no es que se haya pasado de moda, sino que actualmente se trata de una práctica delictiva recogida en las legislaciones del mundo desarrollado. Por lo visto también existen estudios de amplio espectro que no arrojan resultados significativos en las generaciones de jóvenes educados más severamente, aunque pienso que en esos estudios habrá importantes sesgos.
    Lo que está claro es que la ingeniería educativa del “respeto sin cachete” también ha fracasado, y a las pruebas me remito. Se ha dado la vuelta a la tortilla y ahora surge violencia por permitir sin límite; la permisividad y la actitud tolerante impiden al niño o adolescente  percibir dónde están esos límites si nadie con autoridad se los muestra. Habrá que ir entonces un escalón más arriba: el adolescente no deja de ser un producto social que reproduce los efectos de la sociedad adulta; no hablemos entonces de violencia juvenil sino de violencia a secas, violencia aprendida.

miércoles, 24 de enero de 2018

¿Restablecer la mili?



El presidente francés Emmanuel Macron ha anunciado su intención de restablecer el servicio militar obligatorio que se suprimió allí en 1996, cumpliendo así una de las promesas de su campaña electoral. Aunque no ha dado más detalles, parece ser que la duración sería muy corta y el formato muy distinto al de la milicia tradicional. A este respecto, recordemos que Alemania estudia también la implantación de algún tipo de servicio militar y ya lo han implementado Suecia, Finlandia, Dinamarca y Noruega. Los países nórdicos suelen ir a la vanguardia de las tendencias globales y me niego a creer que esa decisión se deba únicamente al temor a las bravuconadas de Putin.
   Es obligado aplicar este debate a la situación española y considerar si aquí sería posible y/o necesaria tal medida apelando a lo que hace ese ambiguo concepto llamado “países de nuestro entorno” que se usa tanto como comparativa. Lo que está claro aquí y en todos los países que tienen un ejército profesional es que el formato de aquella “mili” que muchos hicimos sería impensable y absurdo. Con una duración corta no hay tiempo para adiestrar ya a un soldado moderno, estamos en la época de los misiles inteligentes y los drones no tripulados, la tecnología ha cambiado los ejércitos y ya no hay conflictos con “cetmes” y morteros de 81 mm. haciendo los cálculos en una hoja de cuaderno.
    Por otro lado, recordemos que cuando  Aznar suprimió el servicio militar obligatorio en 2001 –decisión no exenta de cálculos electorales- la objeción de conciencia se había convertido en un auténtico “choteo” para eludir el servicio, con determinados territorios donde había más objetores que reclutas. Por la misma razón electoral, el coste político de quien propusiera ahora una vuelta a la “mili” sería inasumible ¿Qué no pasaría actualmente con la deriva que hemos tenido en estos años? ¿Quién juraría la bandera de la patria si ya cada uno tiene la suya propia? Un servicio militar obligatorio sería algo trasnochado, pero no porque el concepto de patria pertenezca a otro régimen, como algunos piensan erróneamente. Democracia y patriotismo no son en absoluto conceptos antagónicos. El único sentido que yo vería en el restablecimiento de algún tipo descafeinado y simbólico de servicio obligatorio, ya descartado por inoperante e inútil el adiestramiento meramente militar y por francamente difícil la pretensión de inculcar virtudes patrióticas a la población, sería precisamente el adiestramiento y la instrucción en valores universales que no son privativos del ejército, pero sí útiles en las situaciones de la vida al que toda persona hace frente: la disciplina, el esfuerzo, el respeto, la determinación, la aceptación de los rangos, el cumplimento del deber, la convivencia con iguales, el compañerismo, la solidaridad y la ayuda mutua. Es verdad que todo esto lo podía inculcar la escuela y otros estamentos sociales, pero no suele ocurrir. Por ejemplo, los jóvenes participantes en el programa de aventura Ruta Quetzal manifiestan que su experiencia de un  par de meses les marca positivamente para toda la vida. 
 Me temo que el tiempo de la “mili” obligatoria pasó para siempre y el de las batallitas que contamos a los nietos también se extinguirá a medida que los que pasamos por aquella experiencia nos vayamos “licenciando”.

miércoles, 17 de enero de 2018

Valdeflores o el arte de equivocarse



Kathryn Schulz en su libro “En defensa del error” presenta un ensayo sobre el arte de equivocarse acuñando el término “errorología” o estudio de los errores, donde desmenuza teorías  varias sobre las consecuencias que se derivan del hecho de equivocarse. Claro es que el enfoque de la autora va más en la dirección del error personal que del desliz colectivo o decisión política pifiada, donde suele haber menos campo para la rectificación.
   La intención de autorizar el establecimiento de una mina a cielo abierto para la extracción de litio en el paraje de Valdeflores, en la zona más agreste y virgen que aún conserva la ciudad de Cáceres podría ser, ahora que estamos a tiempo, una buena ocasión para aplicar esa heurística propuesta por Schluz que pondere pros y contras, que aclare certezas e incertidumbres, que evalúe beneficios y perjuicios y que sopese si los riesgos son asumibles. Nada de esto se hizo, por ejemplo, en la construcción del complejo de lujo de Valdecañas, modificando la Ley del Suelo y aprobando un PIR que se han demostrado ilegales. Y ahora ¿lo tiramos? O el caso mucho más cercano geográficamente, el Residencial Universidad autorizado en suelo protegido e igualmente declarado ilegal, que no se demolió al modificarse ad hoc el plan de urbanismo. La Junta de Extremadura se equivocó en ambos casos y la umbría de la Montaña se quedó para los restos parcialmente degradada.
   Esa degradación puede multiplicarse de forma exponencial si finalmente la maquinaria pesada irrumpe en la zona (junto a la ZEPA Llanos de Cáceres y Sierra de Fuentes) para abrir un cráter descomunal, efectuar trescientas perforaciones con evidente riesgo de afectación y esquilma de acuíferos, eliminando vegetación autóctona y desfigurándose un espacio de varias hectáreas, por donde actualmente discurren rutas verdes para el disfrute de la Naturaleza (que el propio Ayuntamiento promovió) o, en fin, usando metales pesados y productos altamente tóxicos a unos centenares de metros del que se pretende icono de la salud de la comarca: el nuevo Hospital y, paradójicamente, las instalaciones de la Consejería de Medio Ambiente. También del campus universitario, el Centro de Mínima Invasión…
    Es obligado aclarar qué beneficios revertirían a la ciudad en contraprestación por este deterioro irreversible, porque la concesionaria es de capital foráneo: ¿unas decenas de puestos de trabajo?  Si con las minas de Aldea Moret hace siglo y medio Cáceres inició un incipiente desarrollo y consiguió el ferrocarril, con las de Valdeflores puede debilitar ahora definitivamente su proyección de ciudad sostenible y Patrimonio de la Humanidad. Demostrado está que la Administración no puede –no debe- usar el mantra del desarrollo  para interpretar sesgadamente los niveles de protección  otorgados a los territorios variando drásticamente su destino. Y los extremeños nos seguimos preguntando por qué el desarrollo regional tiene que depender siempre de centrales nucleares, refinerías de petróleo, conatos de almacenes radiactivos o minas de litio al mismo tiempo que se presume de ser pioneros en espacios protegidos. Entonar nuevamente el mea culpa ante errores indefendibles no avalaría aquí en positivo el arte de equivocarse.

miércoles, 3 de enero de 2018

Mazapán y Tchaikovski



      Escribo estas líneas de noche mientras vibran en el ambiente los tonos armonizados del suite El Cascanueces de Tchaikovsky, invitándome a una concentración ritual que suelo buscar cada Nochevieja. Ya saben. Años que van y vienen y esas cosas. Por esos adentros, la cocina ya exhala los hálitos póstumos de mariscos tiñéndose de rojo en la cazuela. Por fuera, silbidos y estallidos de artificio delatan esos júbilos cíclicos que son preludio de desenfreno una noche más, un año más. Y el soniquete insistente del whatsapp colapsado por millones de deseos de salud, paz y amor que vagan por el ciberespacio, encerrados en la cápsula viajera de imágenes navideñas, turba a cada instante mi incipiente meditación como un espantapájaros que aleja toscamente a las musas.
    Pero los  ojos cerrados y los sones de la música convertidos en  berbiquí que hurga con obstinación  en las nostalgias consiguen transportarme finalmente a épocas añejas aderezadas con reminiscencias sensoriales muy parecidas: el aroma de la lombarda escapando de la enorme y destartalada cocina,  aquella de techo inalcanzable y hornillo de petróleo; el gusto dulzón de las figuritas de mazapán (¿o eran simples culebrillas de pan con anises?) y, de nuevo, Tchaikovsky, ahora en notas de vinilo escapando de la gramola remota de las grandes ocasiones. Como la chimenea encendida en el comedor con polvorientas tablas del desván a falta de otro combustible. Por algún rincón de esta viñeta en color sepia debería andar yo, absorbiendo sin saberlo vivencias y recuerdos que albergo, en el silencio  insomne del subconsciente, en algún recóndito surco de la corteza cerebral. El pequeño tormento de los sabañones en las orejas se mitigaba fácilmente solo con mirar aquel calendario de la Imprenta Moderna y comprobar que los días para que vinieran los Reyes se podían contar con los dedos de una mano menuda. Había en esa estampa navideña, roída ya por las esquinas de la memoria, otros actores que ya han desaparecido del reparto, pero que participarán eternamente, en unión del resto de evocaciones, en esa representación   que tiene lugar cada año como una Medea grecolatina en la escena emeritense. Y esto será así hasta que nosotros mismos seamos actores fuera de la primera línea de la vida o acaso quedemos vencidos antes por la nube impenetrable del Alzhéimer. 
     A pesar de que algunos lectores suelen advertir asomos de pesimismo en mis columnas, nunca he militado en la facción negativista de las celebraciones de estos días, ese 42% de la población que dice odiar la Navidad. Respetando el criterio de quienes se sienten tristes porque echan en falta a seres queridos, otros encontramos en esos mismos recuerdos y esas mismas ausencias la felicidad inocente y virgen que, en efecto, desapareció hace tiempo de nuestra existencia, pero que subsiste vívidamente en la remembranza como aditamento inestimable y faro salvador en la niebla densa de nuestro devenir. Allí estaban ellos, que siempre merecerán el homenaje del recuerdo; aquí estamos nosotros. El fluir de la vida no admite otra cosa. El pasado no puede ponderarse en términos cuantitativos y no necesariamente siempre fue mejor, como decía Jorge Manrique. Prefiero la visión más equilibrada y serena de Antonio Machado: ni el pasado ha muerto/ni está el mañana/ni el ayer escrito. Feliz 2018.