Como ya
sucede desde hace algunos años con la llamada violencia de género, cuya alarma
social por el número de víctimas está llevando a un claro rechazo en los
estamentos sociales y políticos (que sin embargo todavía no se sustancia en una
disminución clara de los casos), los episodios graves de hechos violentos
protagonizados por menores cada vez más jóvenes están sacudiendo también
nuestras conciencias. La muerte de dos ancianos en Bilbao a manos de niños de
14 años, así como la evidencia de abundantes hechos delictivos por bandas
organizadas de estos jóvenes en diversas ciudades dan pie a pensar no ya en
desgraciados casos puntuales, sino en una peligrosa prevalencia que es preciso
analizar.
Aunque los
casos de violencia juvenil ya han traspasado todas las cotas de gravedad, no
vale achacar todos los males a “la juventud de ahora”, porque todas las
generaciones se han escandalizado de las características de la juventud desde
los tiempos de Platón. La violencia siempre es un fracaso de la sociedad. Y si
las actuaciones delictivas de los adolescentes son actualmente más graves que
antes, cabe hablar claramente de un fracaso social mayor que en épocas
precedentes.
Preguntémonos entonces por qué hay más niños que no siguen norma alguna,
que no se adaptan socialmente, que no saben lo que es la responsabilidad, que
son incontinentes a la tentación, que no tienen sentido moral y son incapaces
de ponerse en el lugar del otro. ¿Es que “salen” más psicópatas como si
habláramos de una epidemia? Yo creo que no. Hay muchas causas: una mayor
ociosidad no canalizada, demanda perentoria de dinero, modelos e iconos
inapropiados y presión de los grupos o clanes adolescentes; y todo ello causado
por un claro fracaso educativo tanto familiar como institucional. Se ha perdido
una cualidad cada vez más debilitada: el respeto.
Y aquí
entramos en los argumentos que hoy son denostados y políticamente incorrectos.
Es evidente que existía más respeto cuando bastaba una mirada de un padre o de
un maestro para disuadir a un hijo/alumno de su conducta inapropiada. La psicología
conductista demostró en su día con amplia evidencia experimental que la
contingencia de recompensa o castigo ante determinadas conductas afianzaban
claramente los comportamientos positivos y tendían a extinguir los negativos.
Pero hete aquí que la filosofía del “cachete a tiempo” no es que se haya pasado
de moda, sino que actualmente se trata de una práctica delictiva recogida en
las legislaciones del mundo desarrollado. Por lo visto también existen estudios
de amplio espectro que no arrojan resultados significativos en las generaciones
de jóvenes educados más severamente, aunque pienso que en esos estudios habrá
importantes sesgos.
Lo que
está claro es que la ingeniería educativa del “respeto sin cachete” también ha
fracasado, y a las pruebas me remito. Se ha dado la vuelta a la tortilla y
ahora surge violencia por permitir sin límite; la permisividad y la actitud
tolerante impiden al niño o adolescente
percibir dónde están esos límites si nadie con autoridad se los muestra.
Habrá que ir entonces un escalón más arriba: el adolescente no deja de ser un
producto social que reproduce los efectos de la sociedad adulta; no hablemos
entonces de violencia juvenil sino de violencia a secas, violencia aprendida.