Escribo
estas líneas de noche mientras vibran en el ambiente los tonos armonizados del
suite El Cascanueces de Tchaikovsky, invitándome a una concentración ritual que
suelo buscar cada Nochevieja. Ya saben. Años que van y vienen y esas cosas. Por
esos adentros, la cocina ya exhala los hálitos póstumos de mariscos tiñéndose
de rojo en la cazuela. Por fuera, silbidos y estallidos de artificio delatan
esos júbilos cíclicos que son preludio de desenfreno una noche más, un año más.
Y el soniquete insistente del whatsapp colapsado por millones de deseos de
salud, paz y amor que vagan por el ciberespacio, encerrados en la cápsula viajera
de imágenes navideñas, turba a cada instante mi incipiente meditación como un
espantapájaros que aleja toscamente a las musas.
Pero los ojos cerrados y los sones de la música convertidos
en berbiquí que hurga con
obstinación en las nostalgias consiguen
transportarme finalmente a épocas añejas aderezadas con reminiscencias
sensoriales muy parecidas: el aroma de la lombarda escapando de la enorme y
destartalada cocina, aquella de techo
inalcanzable y hornillo de petróleo; el gusto dulzón de las figuritas de
mazapán (¿o eran simples culebrillas de pan con anises?) y, de nuevo, Tchaikovsky,
ahora en notas de vinilo escapando de la gramola remota de las grandes
ocasiones. Como la chimenea encendida en el comedor con polvorientas tablas del
desván a falta de otro combustible. Por algún rincón de esta viñeta en color
sepia debería andar yo, absorbiendo sin saberlo vivencias y recuerdos que
albergo, en el silencio insomne del
subconsciente, en algún recóndito surco de la corteza cerebral. El pequeño tormento
de los sabañones en las orejas se mitigaba fácilmente solo con mirar aquel
calendario de la Imprenta Moderna y comprobar que los días para que vinieran
los Reyes se podían contar con los dedos de una mano menuda. Había en esa
estampa navideña, roída ya por las esquinas de la memoria, otros actores que ya
han desaparecido del reparto, pero que participarán eternamente, en unión del
resto de evocaciones, en esa representación que tiene lugar cada año como una Medea
grecolatina en la escena emeritense. Y esto será así hasta que nosotros mismos
seamos actores fuera de la primera línea de la vida o acaso quedemos vencidos
antes por la nube impenetrable del Alzhéimer.
A pesar de que algunos lectores suelen
advertir asomos de pesimismo en mis columnas, nunca he militado en la facción
negativista de las celebraciones de estos días, ese 42% de la población que
dice odiar la Navidad. Respetando el criterio de quienes se sienten tristes
porque echan en falta a seres queridos, otros encontramos en esos mismos
recuerdos y esas mismas ausencias la felicidad inocente y virgen que, en
efecto, desapareció hace tiempo de nuestra existencia, pero que subsiste vívidamente en la remembranza como aditamento
inestimable y faro salvador en la niebla densa de nuestro devenir. Allí estaban
ellos, que siempre merecerán el homenaje del recuerdo; aquí estamos nosotros.
El fluir de la vida no admite otra cosa. El pasado no puede ponderarse en
términos cuantitativos y no necesariamente siempre fue mejor, como decía Jorge
Manrique. Prefiero la visión más equilibrada y serena de Antonio Machado: ni el
pasado ha muerto/ni está el mañana/ni el ayer escrito. Feliz 2018.
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