miércoles, 3 de enero de 2018

Mazapán y Tchaikovski



      Escribo estas líneas de noche mientras vibran en el ambiente los tonos armonizados del suite El Cascanueces de Tchaikovsky, invitándome a una concentración ritual que suelo buscar cada Nochevieja. Ya saben. Años que van y vienen y esas cosas. Por esos adentros, la cocina ya exhala los hálitos póstumos de mariscos tiñéndose de rojo en la cazuela. Por fuera, silbidos y estallidos de artificio delatan esos júbilos cíclicos que son preludio de desenfreno una noche más, un año más. Y el soniquete insistente del whatsapp colapsado por millones de deseos de salud, paz y amor que vagan por el ciberespacio, encerrados en la cápsula viajera de imágenes navideñas, turba a cada instante mi incipiente meditación como un espantapájaros que aleja toscamente a las musas.
    Pero los  ojos cerrados y los sones de la música convertidos en  berbiquí que hurga con obstinación  en las nostalgias consiguen transportarme finalmente a épocas añejas aderezadas con reminiscencias sensoriales muy parecidas: el aroma de la lombarda escapando de la enorme y destartalada cocina,  aquella de techo inalcanzable y hornillo de petróleo; el gusto dulzón de las figuritas de mazapán (¿o eran simples culebrillas de pan con anises?) y, de nuevo, Tchaikovsky, ahora en notas de vinilo escapando de la gramola remota de las grandes ocasiones. Como la chimenea encendida en el comedor con polvorientas tablas del desván a falta de otro combustible. Por algún rincón de esta viñeta en color sepia debería andar yo, absorbiendo sin saberlo vivencias y recuerdos que albergo, en el silencio  insomne del subconsciente, en algún recóndito surco de la corteza cerebral. El pequeño tormento de los sabañones en las orejas se mitigaba fácilmente solo con mirar aquel calendario de la Imprenta Moderna y comprobar que los días para que vinieran los Reyes se podían contar con los dedos de una mano menuda. Había en esa estampa navideña, roída ya por las esquinas de la memoria, otros actores que ya han desaparecido del reparto, pero que participarán eternamente, en unión del resto de evocaciones, en esa representación   que tiene lugar cada año como una Medea grecolatina en la escena emeritense. Y esto será así hasta que nosotros mismos seamos actores fuera de la primera línea de la vida o acaso quedemos vencidos antes por la nube impenetrable del Alzhéimer. 
     A pesar de que algunos lectores suelen advertir asomos de pesimismo en mis columnas, nunca he militado en la facción negativista de las celebraciones de estos días, ese 42% de la población que dice odiar la Navidad. Respetando el criterio de quienes se sienten tristes porque echan en falta a seres queridos, otros encontramos en esos mismos recuerdos y esas mismas ausencias la felicidad inocente y virgen que, en efecto, desapareció hace tiempo de nuestra existencia, pero que subsiste vívidamente en la remembranza como aditamento inestimable y faro salvador en la niebla densa de nuestro devenir. Allí estaban ellos, que siempre merecerán el homenaje del recuerdo; aquí estamos nosotros. El fluir de la vida no admite otra cosa. El pasado no puede ponderarse en términos cuantitativos y no necesariamente siempre fue mejor, como decía Jorge Manrique. Prefiero la visión más equilibrada y serena de Antonio Machado: ni el pasado ha muerto/ni está el mañana/ni el ayer escrito. Feliz 2018.

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