La tradición de celebrar el día de San Valentín, como tantas otras, es importada, como un Halloween en color rosa donde la noche promete sensaciones opuestas al terror. O como un Papá Noel más pícaro cargado de ilusiones para adultos Y, cómo no, esta tradición lleva aparejada importantes consecuencias comerciales. Parece que no queremos lo suficiente a nuestra pareja si no media un regalito: las consabidas rosas rojas o la lencería sexy, según el carácter del enamoramiento, más o menos escorado hacia los límites de ese continuo que va desde lo platónico al puro placer sensorial.
Pero con todo, el 14 de febrero es uno de esos días que dicen algo únicamente durante unos pocos años presididos por la ilusión de adentrarse en sensaciones y vivencias novedosas, para irse difuminando su significado paulatinamente a medida que el tiempo acrecienta otra serie de eventos menos placenteros, también con anotaciones en el calendario: los vencimientos de la hipoteca, el seguro del coche, el cumpleaños de la suegra. El amor es algo muy subjetivo que adopta a lo largo del tiempo nuevos aspectos, como una especie de metamorfosis afectiva, y –en parejas normales- no debe ser del todo cierto que termina desapareciendo. Y si eso ocurre, hagamos caso a Alejandro Dumas cuando dijo “el amor nunca muere, solo cambia de lugar”. Pues que San Valentín migre entonces a los dominios de los jóvenes, que son los que “ejercen” mejor el amor, y a quienes ha tocado enamorarse en tiempos y lugares más permisivos que otros. Sin embargo algunos pensamos que el amor, como la libertad, es algo que sabe mejor cuando se prohíbe, y dejamos que nuestro recuerdo vuele a tiempos vividos y ya caducados donde se buscaba el rincón más recóndito de la discoteca para ejercer aquella impunidad amorosa, como si en vez de estar con la novia escondiéramos una foto del Che Guevara.
No estoy muy al tanto de las costumbres valentinianas de los jóvenes de hoy. De seguro que no se dedican poesías y aquellas extintas cartas de amor han sido sustituidas por afectos más instantáneos que no trae ningún cartero, sino que aparecen profusamente en las pantallitas de cristal líquido de sus móviles con pocas ínfulas poéticas y con esa característica economía de grafemas tan en boga: “t kiero”. Pero, en fin, un te quiero siempre es un te quiero. Para los no tan jóvenes San Valentín tiene más dificultad de obrar sus prodigios. Puede que para algunas parejas, con los ardores amorosos ya muy desdibujados por el paso del tiempo, el día de San Valentín sirva por lo menos de recordatorio de aquellos viejos fragores, y a lo mejor esta noche “toca”, para hacer valer el aserto de Gabriel García Márquez cuando decía que el sexo es el consuelo que le queda a uno cuando ya no le alcanza el amor. Algo es algo.
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