Todos tenemos en la retina, ayudados por el NO-DO, la imagen en blanco y negro de aquellos trenes a reventar que partían hacia Hendaya, aquel trajín de maletas con refuerzos en las esquinas y una cuerda por si acaso, despedidas, abrazos, cartas que llegaban de Alemania. Y los pueblos semivacíos con sus tabernas tristes porque se ha ido el Nicasio, y Paco “turumba” con toda su familia, y el Andrés con su primo Valentín…
Hace medio siglo, la emigración, como un vendaval que llevaba adheridos otros fenómenos como el desarraigo y el destierro, fue la única solución que encontraron esos dos millones de españoles que no se resignaban a malvivir en su propia tierra, y emprendieron la incierta aventura de cruzar la frontera. Sin saber idiomas, muchos recalaron en suburbios junto a turcos y magrebíes o auténticos guetos con olor a frites de tocino con aceite de oliva, y contaban a sus vecinos del pueblo las bondades de su nuevo destino omitiendo muchos detalles. Con el tiempo, una vez que mudamos de país emergente a situarnos como un miembro más de pleno derecho en el concierto europeo, pasamos de emisores a receptores de inmigración. Ahora eran latinoamericanos, marroquíes, subsaharianos y rumanos los que ocupaban aquí los barrios humildes con sus pisos patera.
Pero la crisis económica ha venido a alterar estos flujos migratorios y, como aves en busca de otras latitudes, ha sustituido las bandadas de mano de obra sin cualificar por un nuevo prototipo de emigrante que amenaza con desangrar de nuevo la sociedad española. Se calcula que desde el comienzo de la crisis son cerca de trescientos mil jóvenes, la mayoría titulados universitarios, los que han marchado a otros países huyendo del paro y la falta de perspectivas tras una costosa formación superior; conocen idiomas, han viajado al extranjero, han tenido becas Erasmus y han crecido en un mundo globalizado que ha borrado fronteras. No solo los bancos se están descapitalizando: la pérdida de capital humano que supone dejarnos escapar lo más granado de nuestra juventud es algo que también merece planes gubernamentales para evitarlo. Si la universidad se está convirtiendo en un vivero de profesionales para otros países por la imposibilidad de los mercados nacionales de absorber estos titulados, hay que reflexionar muy seriamente sobre el cambio de estructura que requeriría una institución académica generadora de paro cualificado. Si se habla hasta la saciedad de que el problema español es la falta de competitividad, ¿cómo vamos a competir en el futuro si nuestros mejores talentos se marchan fuera? Importamos albañiles, camareros y empleadas domésticas y exportamos arquitectos, médicos, ingenieros y sanitarios. Es una balanza comercial muy desfavorable que nuestros gobernantes tienen la obligación de arreglar. He aquí un nuevo reto para añadir al “lío” que, por lo visto, supone gobernar.
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