La sentencia del Tribunal Supremo que ordena de facto la demolición del complejo residencial construido en Valdecañas es una entrega más de esos interminables folletines legales y de conflicto de intereses del que existen múltiples ejemplos.
Es antigua la controversia entre las organizaciones ecologistas que defienden a toda costa la pureza ambiental del territorio, y los poderes públicos, responsables de garantizar el desarrollo de comarcas deprimidas, autorizando instalaciones e infraestructuras que proporcionen trabajo y riqueza. Seguramente la culpa de estos conflictos haya que buscarla en la ambigüedad de la legislación medioambiental, que no es fija ni inmutable, posibilitando atajos que llevan a esa indefinición de donde surgen los contenciosos. Si añadimos la lentitud de los tribunales, pues nos encontramos con esto de ahora: una orden judicial de “reposición al estado anterior”, al cabo de once años, cuando ya se han invertido 200 millones de euros, trabajan alrededor de 300 personas y hay implicados cientos de intereses más, los de los ciudadanos que han adquirido sus casas y las empresas hoteleras y de ocio que allí se han establecido.
La Administración no puede usar el mantra del
desarrollo y el equilibrio para interpretar -o modificar- a su antojo los
niveles de protección anteriormente otorgados a los territorios. Y sería deseable que los ecologistas tampoco se
constituyan en un lobby opositor por sistema a cualquier iniciativa
empresarial, que al final puede redundar no tan negativamente en la
sostenibilidad de las comarcas en cuestión. Se echarían encima a toda la
sociedad. Personalmente, y como algunos de ustedes conocen, estoy sensibilizado
con la protección de la
Naturaleza, y orgulloso de habitar en una Comunidad donde los
valores ambientales nos diferencian de otros lugares. La Isla de Valdecañas no debió
urbanizarse y tanto la modificación de la Ley del Suelo como el PIR aprobado por la Junta de Extremadura para
este enclave geográfico se han demostrado no conformes a derecho.
Pero llegados al estado actual de la cuestión,
la del hecho consumado con sus múltiples derivaciones sociales y económicas, esa
sensibilidad medioambiental tampoco me lleva a abogar por la demolición sin más
de todo lo que allí se ha hecho, lo que sería un verdadero desastre. Hablaríamos
ahora se una sensibilidad social que también hemos de ponderar. Es verdad que
las aves han tenido que buscar otro lugar donde nidificar, pero estoy
convencido de que ni Adenex ni Ecologistas en Acción coadyuvarán a que las
máquinas arrasen la Isla
con todas sus consecuencias; la reposición al estado anterior supondrá contar
de nuevo con un espacio pelado de vegetación con cuatro eucaliptos, y dudo que
ese supuesto beneficio para la Naturaleza justifique el coste económico y
social del derribo de la urbanización.
La biodiversidad y los principios de la
Red Natura 2000 no excluyen la actividad
humana, y no hablamos aquí de una refinería con emisión de gases efecto
invernadero. Si se puede afianzar la sostenibilidad de la urbanización al
amparo de esta sentencia, que se haga. Se impone, eso sí, la necesidad de
establecer unas bases legales claras que no admitan en el futuro el más mínimo
resquicio de duda ni subterfugio en materia de medio ambiente. Y si ha habido
delitos, por supuesto que se juzguen.
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