Recuerdo que la primera vez que, siendo
pequeño, escuché hablar de este pueblo extremeño fue por boca de D. Antonio
Rubio, mi profesor de Historia, que gustaba relatar en clase aquella anécdota
aparecida en el semanario “el Gazpacho” de 1893, donde el malogrado poeta Felipe
Uribarri (murió el día de su boda) dedicaba la siguiente copla a un diputado:
“Es un joven ejemplar / que nos ha venido a honrar / de San Martín de Trevejo /
y su cara es el espejo / de una torta del Casar”. El diputado –que ciertamente
era bastante cariancho- montó en cólera y exigió una rectificación que, en
efecto, apareció en el siguiente número de esta manera: “Ni es joven ni es
ejemplar / ni nos ha venido a honrar /
de San Martín de Trevejo / ni su cara es el espejo / de una torta del Casar”.
Andando el tiempo, cuando mi afición a los
mapas me hacía escudriñar los más recónditos lugares de una geografía ignota y
todavía por descubrir por falta de autonomía, me fijaba con frecuencia en aquel
remoto confín de Extremadura, donde la carretera ya parecía llegar con esa
delgadez amarillenta y proscrita del tercer orden; y San Martín de Trevejo
adquiría entonces para mí el atractivo vernáculo que siempre me han producido
los finales de trayecto. A veces, cuando en la estación de autobuses observaba
ausente el trajín de maletas, bultos y cestas de mano, de refajos y sombreros
de fieltro, de caras curtidas y presurosos andares broncos, la inscripción de San
Martín de Trevejo aparecía en el listado de destinos en la ventanilla de “la
empresa”, como un oscuro dato epigráfico que era menester descifrar. Y aquellos
vetustos buses –con morro y escalerina- de los que manaba el efluvio áspero de
su bajo octanaje, hacia allí partían con esa inquietante zozobra que debe
revestir a los safaris de aventura por lugares inexplorados (o a mí me lo
parecía).
Por eso cuando un inesperado recodo de la
carretera me descubrió por primera vez el Val de Xálima, franqueándome al fin
el acceso a “os tres lugaris”, creí aparecer en esos paisajes legendarios de
Spielberg con la banda sonora que mi propia fantasía había compuesto. Sa Martín de Trevellu no defraudó en
este caso esas expectativas forjadas en una niñez curiosa que suelen
desmoronarse al primer contacto con la realidad. No. Y deambulé por sus calles
ancestrales hechas de tiempo detenido con el solo rumor de mis pasos y el
regato que por ellas discurría. El aroma de leña de encina que exhalaban las
chimeneas como hálitos íntimos y hospitalarios, los saludos y comentarios en
“mañego” de sus habitantes, o esa plaza porticada donde parece saborearse el sugestivo
y privilegiado gusto de lo sempiterno, me hicieron albergar un sentimiento extraño,
que he seguido experimentando en sucesivas visitas: si algún día las
circunstancias me apartan del mundanal ruido, aquí quisiera vivir y morir,
donde más cerca de lo auténtico he estado.
San Martín de Trevejo acaba de entrar en
la nómina de Los Pueblos más bonitos de España. Nunca una designación respondió
tanto a la belleza atávica de lo genuino. Lo intuía desde que, siendo niño, escrutaba
con embeleso aquellos ajados mapas.
Hola, yo no soy de Sa Martín, pero por amor aquí aparecí. Como tu, adoro este lugar del cual no me quiero marchar, hasta que la vida haya de dejar y en su tierra dormitar, ese sueño sempiterno que a todos nos ha de llegar. He disfrutado de la lectura de tu epístola y me encanta siempre que alguien mente esta Villa Leal con su apasionamiento que me hace ver a un par de corazón henchido cuando avista este lugar. Que aún siendo norextremeño parece norpeninsular, como la tierra de mi nacimiento aunque le falte LA MAR. Si quieres cuando vuelvas por el lugar sería bonito charlar con uno o varios vasos del Viñu que no pueden faltar. Saludos y gracias por recordar en tus escritos la vida de este lugar.
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