miércoles, 19 de diciembre de 2018

Vuelta a los orígenes


          La evolución de la especie humana, con los cambios tecnológicos introducidos en nuestro devenir diario sobre todo en el último siglo, nos ha situado en un status impensable para nuestros antepasados de épocas remotas. La vida terciaria que se ha impuesto como norma en las sociedades avanzadas ha supuesto un, llamemos, “olvido de especie” en el sentido de que se ha abandonado por completo incluso el recuerdo del acervo cultural y cotidiano que componía la vida sencilla de hace unas cuantas generaciones; y no digamos las funciones vitales que debían llevar a  cabo para sobrevivir las sociedades de cazadores-recolectores del Pleistoceno Medio, de quienes somos herederos en dotación genética.
     Últimamente y por mis aficiones relacionadas con la prehistoria extremeña he tenido oportunidad de introducirme con mayor asiduidad en la lectura de investigaciones sobre los neandertales y sus modos de vida, lo cual a menudo me hace reflexionar acerca de ese espacio temporal insignificante de tan solo un par de siglos –en el que hemos tenido la fortuna de desarrollar esa existencia adaptativa exitosa que citaba Darwin- comparado con la magnitud temporal del millón de años que el homo sapiens lleva sobre la faz de la Tierra. Pero no hace falta remontarse a esas abismales cronologías para percatarse de ese lamentable “olvido de especie”. Los niños de las ciudades crecen sin haber visto una gallina, una oveja o una vaca. Se trataría entonces de conseguir una suerte de “pedagogía evolutiva” válida tanto para niños como para adultos. El conocimiento y la valoración de nuestro pasado, remoto o reciente, pasa por un inevitable aprendizaje manipulativo en forma de pequeñas experiencias diferentes a las que conforman nuestro día a día, cada vez más alejado de las esencias primitivas que dieron sentido a vidas pasadas. El auge del turismo rural –que no solo debe consistir en gastronomía y chimenea, sino en imbuirse, siquiera durante un fin de semana, en otras formas de vida- está en la base de esa aspiración; también las granjas-escuela para niños o las actividades en la naturaleza, como el senderismo, el cultivo de una huerta o la alternancia entre actividades intelectuales y las meramente físicas. Se trataría de introducir en nuestra inercia posmoderna una dieta primaria complementaria sin abandonar el mundo donde el azar nos ha situado, pues sabemos que suelen fracasar los intentos radicales de volver a una vida que ya no corresponde, como pasó con el movimiento hippie.
    En estas cosas pensaba el pasado domingo mientras, en medio de la ventisca gélida de diciembre que azotaba inmisericordemente mi rostro, ascendía trabajosamente (como un neandertal nómada en busca de nuevos territorios)  por los escarpes pedregosos que conducen desde Gargantilla al Puerto de Honduras, frontera abrupta entre los Valles del Ambroz y  del Jerte. Podando alcornoques hasta que los brazos dicen hasta aquí hemos llegado, creo también  homenajear el esfuerzo de algún desconocido antepasado que solo conoció tales tareas, y mientras “apaño” aceitunas para verdeo, suelo pergeñar las líneas maestras de mi próxima columna, engarzando felizmente mis modestas pretensiones intelectuales con el valor de una herencia evolutiva que me niego a ignorar. Para saber a dónde nos dirigimos es absolutamente imprescindible atisbar de dónde procedemos.

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