Contemplando estos días los contenedores de basura
repletos de cajas y embalajes de juguetes he recordado con nostalgia aquellos
otros Reyes de hace medio siglo en los que recibí un xilófono y una culebrilla
de harina con anises en una cajita de cartón. El coche de pedales era la eterna
quimera en la carta a los Magos, que se repetía año a año como un ilusorio
exhorto a los ignotos almacenes de Oriente. Hoy los niños hacen ostentación de decenas
de logros navideños de efímero disfrute, quedando muchos de ellos sin apenas estrenar.
Han tenido regalos paternos, pero también de tíos y abuelos, y con una
juguetería en casa no es de extrañar que se arrinconen la mitad de los
cachivaches. Los “cumples” y otros eventos engrosarán escandalosamente el
catálogo anual de obsequios indisfrutables. A los diez años tendrán un móvil,
edad a la que nosotros seguíamos jugando con el aro, en una especie de prehistoria
lúdica que no cabe en la mente infantil de ahora.
Cabría
preguntarse si este atiborramiento de regalos que se da en muchos hogares –que
es consecuencia mixta de un estado del bienestar muy mal entendido y del
consumismo exacerbado- tiene algún correlato emocional en la maduración de los
niños y de qué manera. ¿No serán los niños de ahora receptores compulsivos de cosas que cada vez
aprecian menos? ¿No estaremos provocando con este exceso de regalos una apatía
total en el niño? Es decir, lo que los entendidos llaman “anestesia emocional”.
¿No estarán olvidando que los logros se consiguen con esfuerzo? Y obviamos aquí
la tipología de los regalos, en los que ahora predominan las pantallitas y la
actitud solitaria y pasiva del niño, que va en detrimento de la socialización y
la creatividad infantil. Quienes venimos de una extinguida estirpe donde
divertirse y jugar no dependía necesariamente de accesorios materiales (porque
jugar al escondite, al rescate, a la pica o al burro viejo se hacía “a pelo”, sin
la indiscreta intervención de artilugio alguno) nos movemos en la contradicción
de facilitar equivocadamente a nuestros descendientes lo que no tuvimos
nosotros, y a menudo nos pasamos de frenada, pues tal vez les estemos privando así
de aditamentos cognitivos necesarios
para su desarrollo. Por ejemplo, la pequeña frustración de no recibir alguna
vez el regalo deseado encierra realmente una enseñanza esencial para la vida,
aprendiendo a lidiar con los reveses que el destino siempre depara.
El funcionamiento
de nuestro cerebro no es esencialmente diferente al de una rata o el de un
gato, con los que experimentaron Skinner y Thorndike respectivamente hace más
de setenta años. La psicología conductista demuestra que el comportamiento
egoísta, hedonista y tirano de los niños con saturación de juguetes se
fortalece precisamente con la cantidad, la intensidad y los cortos intervalos
de recompensas-regalos; es como si el perro de Pavlov hubiera dejado de salivar
ante la comida, sencillamente porque ha dejado de ser estimulante. Pero esa
conducta indeseada se extingue y modifica con la espaciación y disminución de esos
estímulos. Un niño será más feliz con menos regalos, si se convence de haberlos
merecido. Y de forma paralela, valorará más sus pertenencias conseguidas con
esfuerzo. No anulemos su ilusión creyendo aumentarla con el exceso de regalos.
No hay comentarios :
Publicar un comentario