miércoles, 9 de enero de 2019

Infancia hiperregalada


Contemplando estos días los contenedores de basura repletos de cajas y embalajes de juguetes he recordado con nostalgia aquellos otros Reyes de hace medio siglo en los que recibí un xilófono y una culebrilla de harina con anises en una cajita de cartón. El coche de pedales era la eterna quimera en la carta a los Magos, que se repetía año a año como un ilusorio exhorto a los ignotos almacenes de Oriente. Hoy los niños hacen ostentación de decenas de logros navideños de efímero disfrute, quedando muchos de ellos sin apenas estrenar. Han tenido regalos paternos, pero también de tíos y abuelos, y con una juguetería en casa no es de extrañar que se arrinconen la mitad de los cachivaches. Los “cumples” y otros eventos engrosarán escandalosamente el catálogo anual de obsequios indisfrutables. A los diez años tendrán un móvil, edad a la que nosotros seguíamos jugando con el aro, en una especie de prehistoria lúdica que no cabe en la mente infantil de ahora.
     Cabría preguntarse si este atiborramiento de regalos que se da en muchos hogares –que es consecuencia mixta de un estado del bienestar muy mal entendido y del consumismo exacerbado- tiene algún correlato emocional en la maduración de los niños y de qué manera. ¿No serán los niños de ahora  receptores compulsivos de cosas que cada vez aprecian menos? ¿No estaremos provocando con este exceso de regalos una apatía total en el niño? Es decir, lo que los entendidos llaman “anestesia emocional”. ¿No estarán olvidando que los logros se consiguen con esfuerzo? Y obviamos aquí la tipología de los regalos, en los que ahora predominan las pantallitas y la actitud solitaria y pasiva del niño, que va en detrimento de la socialización y la creatividad infantil. Quienes venimos de una extinguida estirpe donde divertirse y jugar no dependía necesariamente de accesorios materiales (porque jugar al escondite, al rescate, a la pica o al burro viejo se hacía “a pelo”, sin la indiscreta intervención de artilugio alguno) nos movemos en la contradicción de facilitar equivocadamente a nuestros descendientes lo que no tuvimos nosotros, y a menudo nos pasamos de frenada, pues tal vez les estemos privando así de aditamentos  cognitivos necesarios para su desarrollo. Por ejemplo, la pequeña frustración de no recibir alguna vez el regalo deseado encierra realmente una enseñanza esencial para la vida, aprendiendo a lidiar con los reveses que el destino siempre depara.
    El funcionamiento de nuestro cerebro no es esencialmente diferente al de una rata o el de un gato, con los que experimentaron Skinner y Thorndike respectivamente hace más de setenta años. La psicología conductista demuestra que el comportamiento egoísta, hedonista y tirano de los niños con saturación de juguetes se fortalece precisamente con la cantidad, la intensidad y los cortos intervalos de recompensas-regalos; es como si el perro de Pavlov hubiera dejado de salivar ante la comida, sencillamente porque ha dejado de ser estimulante. Pero esa conducta indeseada se extingue y modifica con la espaciación y disminución de esos estímulos. Un niño será más feliz con menos regalos, si se convence de haberlos merecido. Y de forma paralela, valorará más sus pertenencias conseguidas con esfuerzo. No anulemos su ilusión creyendo aumentarla con el exceso de regalos.

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