jueves, 2 de junio de 2016

Gorriatos






     Este es el nombre popular que en Extremadura recibe el gorrión común (Passer domesticus), también conocido en los ámbitos rurales como “pardal”. “Bandás de gorriatos montesinos / volaban, chirriando por el cielo”, decía Luis Chamizo en su “Nacencia”. Recuerdo que durante mi niñez, que tuvo como escenario la Ciudad Antigua cacereña -donde el prestigio entre nuestros círculos y/o bandas rivales muchas veces venía dado por la categoría del pájaro que se exhibía-, tener un gorriato en una caja de zapatos era motivo de hilaridad y menosprecio, pues no se podía comparar con la reputación que ostentaba el poseedor de una “chova”, y no digamos ya la fascinación que representaba un “quica” (cernícalo).
Hasta las golondrinas y los vencejos ocupaban un escalón superior de autoridad, esos que plasmó Bécquer (“volverán las oscuras golondrinas / de tu balcón los nidos al colgar…) y Félix Morillón (“buscad donde la calle ensoñecida / recibe el lento llanto del ocaso, / el recobrado vuelo de vencejos / entre las altas torres desoladas”). Además de estas evocaciones poéticas que me suscitan esos ejemplares, se conocía popularmente como “gorriatos” a los integrantes de la banda municipal de música cacereña, a decir de Fernando García Morales, debido a los “píos” o desafinos frecuentes que solían escapar en sus actuaciones.
     Bien, pues los gorriones, esos pájaros urbanos tan habituados a la presencia humana, están desapareciendo a gran velocidad debido a la pérdida de hábitats y a los efectos de la contaminación atmosférica de las ciudades. También la creciente población de palomas y cotorras argentinas es una amenaza y compite  con su supervivencia. Es un dato más a añadir a ese largo inventario de entrañables vecindades naturales con las que crecimos y de las que nos estamos quedando huérfanos sin apenas percibirlo.
Ocurre con las mariposas, que ponían aquella nota alegre de colorido en nuestros paisajes primaverales y hoy prácticamente están desaparecidas por efecto de los plaguicidas agrícolas. Como las anguilas y las bogas, extinguidas unas y muy escasas otras debido a la construcción de pantanos y a la proliferación de especies exóticas invasivas. Como el carámbano que pisábamos en los charcos invernales, víctima inocente del cambio climático. O como los burros y las gallinas en las calles de nuestros pueblos, que la mecanización de las tareas y el necesario avance sanitario ha relegado su ya escasa presencia a los corrales proscritos del extrarradio. Podríamos citar incluso los estilos de vida y los juegos infantiles, cuya virtualidad los ha desprovisto de cualquier vinculación con la realidad callejera.

     Son ejemplos que ponen de manifiesto que el mundo ha evolucionado  de forma divergente, donde el avance de la tecnología ha sido parejo a la regresión de lo que fue tan solo hace una generación una forma más sencilla y natural de relacionarnos. En cierto modo tenía razón Aldoux Huxley cuando dijo que “el progreso tecnológico sólo nos ha proporcionado medios más eficientes para ir hacia atrás”, porque hubiera sido bonito disfrutar de Internet y viajar a 300 km/h, pero conservando las mariposas, los burros y los gorriatos.

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