Este es el nombre popular que en
Extremadura recibe el gorrión común (Passer
domesticus), también conocido en los ámbitos rurales como “pardal”. “Bandás
de gorriatos montesinos / volaban, chirriando por el cielo”, decía Luis Chamizo
en su “Nacencia”. Recuerdo que durante mi niñez, que tuvo como escenario la
Ciudad Antigua cacereña -donde el prestigio entre nuestros círculos y/o bandas
rivales muchas veces venía dado por la categoría del pájaro que se exhibía-,
tener un gorriato en una caja de zapatos era motivo de hilaridad y menosprecio,
pues no se podía comparar con la reputación que ostentaba el poseedor de una
“chova”, y no digamos ya la fascinación que representaba un “quica”
(cernícalo).
Hasta las golondrinas y los vencejos ocupaban un escalón superior
de autoridad, esos que plasmó Bécquer (“volverán las oscuras golondrinas / de
tu balcón los nidos al colgar…) y Félix Morillón (“buscad donde la calle
ensoñecida / recibe el lento llanto del ocaso, / el recobrado vuelo de vencejos
/ entre las altas torres desoladas”). Además de estas evocaciones poéticas que
me suscitan esos ejemplares, se conocía popularmente como “gorriatos” a los
integrantes de la banda municipal de música cacereña, a decir de Fernando
García Morales, debido a los “píos” o desafinos frecuentes que solían escapar
en sus actuaciones.
Bien, pues los gorriones, esos pájaros
urbanos tan habituados a la presencia humana, están desapareciendo a gran
velocidad debido a la pérdida de hábitats y a los efectos de la contaminación
atmosférica de las ciudades. También la creciente población de palomas y
cotorras argentinas es una amenaza y compite con su supervivencia. Es un dato más a añadir
a ese largo inventario de entrañables vecindades naturales con las que crecimos
y de las que nos estamos quedando huérfanos sin apenas percibirlo.
Ocurre con
las mariposas, que ponían aquella nota alegre de colorido en nuestros paisajes
primaverales y hoy prácticamente están desaparecidas por efecto de los
plaguicidas agrícolas. Como las anguilas y las bogas, extinguidas unas y muy escasas
otras debido a la construcción de pantanos y a la proliferación de especies
exóticas invasivas. Como el carámbano que pisábamos en los charcos invernales,
víctima inocente del cambio climático. O como los burros y las gallinas en las
calles de nuestros pueblos, que la mecanización de las tareas y el necesario
avance sanitario ha relegado su ya escasa presencia a los corrales proscritos del extrarradio. Podríamos citar
incluso los estilos de vida y los juegos infantiles, cuya virtualidad los ha
desprovisto de cualquier vinculación con la realidad callejera.
Son ejemplos que ponen de manifiesto que
el mundo ha evolucionado de forma
divergente, donde el avance de la tecnología ha sido parejo a la regresión de
lo que fue tan solo hace una generación una forma más sencilla y natural de
relacionarnos. En cierto modo tenía razón Aldoux Huxley cuando dijo que “el progreso tecnológico sólo nos ha proporcionado medios más
eficientes para ir hacia atrás”, porque hubiera sido bonito disfrutar de
Internet y viajar a 300 km/h, pero conservando las mariposas, los burros y los
gorriatos.
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