miércoles, 30 de noviembre de 2016

Nociones de Psiquiatría



   Tuve un profesor de Psicopatología que siempre nos decía que no encontráramos los trastornos en un tratado psiquiátrico, sino prestando atención a las personas en la cotidianeidad: en la calle, en el autobús, en la cola del supermercado, en el trabajo… porque esos desajustes psíquicos flotan por doquier y no solo se ven en una consulta médica, a donde solo llegan los casos más extremos.

  En efecto, la sintomatología  psiquiátrica no deja de estar presente en todas partes y un buen escaparate para el análisis lo representa la llamada “clase política”, que como reflejo de la sociedad nos ofrece una verdadera lección de trastornos psicopatológicos. La mitomanía o mentira patológica está presente en quienes ya han abandonado sus cargos  y han experimentado la claustrofobia en una celda (Bárcenas, Granados, Mario Conde, etc.). Pero los todavía encausados por corrupción manifiestan frecuentemente una amnesia parcial de aquellas actuaciones comprometidas y no suelen recordar nada en la vista oral, rellenando las supuestas lagunas mnémicas con fabulaciones propias de una paramnesia total o una pseudología (síndrome de Korsakoff). Otras veces sufren afasia profunda y se quedan mudos por consejo de su abogado. Es una evidencia que la clase política es sospechosamente vulnerable a ciertos desajustes en la salud mental, como si asistiéramos a extrañas  epidemias psicosomáticas. Ya a alguno de ellos le ha asaltado repentinamente una crisis de glosofobia (terror a hablar en público) cuando debía dar explicaciones en el Congreso sobre tal o cual cuestión espinosa, como los/as ex ministros/as Mato, Soria y Fernández Díaz. También los hemiciclos son últimamente espacios proclives a la aparición de trastornos de la personalidad gestados en estadíos infantiles, como es esa nueva acepción del rufianismo, parecido al síndrome de Tourette o tendencia irrefrenable al insulto. Es  curiosa igualmente la labilidad que impulsa a determinados personajes  a mostrar una grave agorafobia, elicitando miedo a  aglomeraciones callejeras hasta el punto de prohibirlas por ley, olvidando que otras veces han disfrutado en el pasado organizándolas y apareciendo ostensiblemente, como si estuvieran venciendo su problema con la técnica de flooding.
Por último, los trastornos distímicos y bipolares tampoco escasean en la política, proliferando las manías en sus distintas vertientes. Si se está en el gobierno  se suele padecer manía persecutoria, mientras que los mismos individuos en la oposición manifiestan agitación catatónica con empleo frecuente de expresiones censuradoras. Pedro Sánchez comienza a dar síntomas disociativos en su percepción de la realidad, pretendiendo transitar en coche por su mundo. Trastornos histriónicos de la personalidad hemos visto en Antonio Hernando, que pasó del “no es no” a la opción opuesta por mero instinto de supervivencia.
     Ya mención aparte merece la exaltación hipermaniaca narcisista que padecen ciertos líderes, como Pablo Iglesias, trastorno de difícil curación, pues un ególatra nunca reconocerá que lo es. Algunos pasquines electorales de su formación política decían: “Podemos humanizar la política, danos tu confianza”,  pero a la primera oportunidad de humanizarla han negado un minuto de silencio a una parlamentaria muerta, solo por el súper ego del mandatario al que no se atreve a rechistar ningún seguidor, al parecer  aquejados de una  hipobulia sobrevenida.
   Como decía aquel ya lejano profesor, no es necesario un tratado de psiquiatría para documentarse en trastornos mentales. Los tenemos delante a diario.

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